CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
Hubo un escritor a quien supongo nadie lee hoy que escribía sobre caminos. Los describía como si la civilización no los hubiera rozado pero a ellos le agregaba siempre unos esforzados hombres solitarios que están siempre intentando sacarle un poco de jugo a la tierra, es decir, alguna módica ganancia que les permita sobrevivir.
Eso casi nunca sucede pero mientras tanto nos enteramos cómo se vivía hace cincuenta o sesenta o setenta años en los campos del norte de Santa Fe. Otra característica de este escritor es que uno siempre se queda con la impresión de que todo lo que narra hubiera sido vivido por él, aunque nosotros sabemos que a los efectos de la literatura eso carezca de toda importancia.
Todo esto es para dejar en claro que mis impresiones de los caminos tienen una variante más contemplativa ya que nunca trabajé en el campo. Pero mis mayores sí, yo los he visto --he sufrido por ello, pese a mi corta edad- adheridos a esa tierra que no les dio más que disgustos. Ninguno fue dueño de un mísero palmo de tierra, pero también es cierto que las condiciones de producción y la tecnología ni remotamente tenían los beneficios actuales.
Pero así fueron, así son las cosas.
Los caminos que don Luis Gudiño Kramer describe tienen alrededor campos áridos. También lo hace con las costas, las islas, las estancias hondas de entonces, los pueblos.
"Pueblos muy pocos. Ruinas. Nombres en los itinerarios, en los mapas y en la memoria de los troperos, sin realidad en la época presente", escribe.
Mis caminos son más alegres en el recuerdo, tal vez lo fueron en la realidad, pero lo cruzaron ejércitos de pájaros que han disminuido drásticamente la cantidad y la diversidad de especies. También las abejas han desaparecido y las mariposas. Dicen los entendidos que esto es por el uso indiscriminado de agroquímicos.
Pero mis caminos, esos anchos, polvorientos y solitarios caminos rurales de mi infancia, eran la libertad del sol cuando había sol y buen tiempo y eran un gran pollo mojado cuando llovía o una arañita encogida bajo la tenue llovizna.
El primero que recuerdo porque lo tenía cerca de mi casa es el "Del Diablo". Pero hay otros. El de "Maldonado", como se le decía al que iba a la estancia de ese nombre. Allí había otros, digo, dentro del mismo campo inmenso: el "de los Eucaliptos", el "De las abejas", el de "Los troperos", "El noventa". También había uno muy hermoso, que llamaban el camino "De los tamariscos", con su cañadón y su puente ancho de madera para sentarse a pescar bagres.
Están otros caminos en mi memoria: el de la Estancia La Riviere, que llevaba por el camino viejo a Cañada del Ucle, como estaba el de la Estancia Vollenweider que iban en sentido contrario a Beravebú, como otro iba a Gödeken y pasaba por la escuelita de la Terrassón.
También pululaban los caminos internos: a Hansen, la Catalana, Los Arbolitos, el boliche de La Lata, que era el mismo que iba hacia la Chispa, y más lejos uno que solo conocí de mentas: el camino al Boliche de Santos Ferrara, donde una vez hubo un duelo criollo que hizo crecer nuestra imaginación exacerbadas por las revistas de historietas, las novelas de aventuras y las películas de "acción" que veíamos en el cine "La Perla". Estas historias eran las que le oíamos a los mayores.
También estaba el camino al "Boliche de la Legua", pero era el que llevaba al cementerio y estaba poblado de cuentos de aparecidos, de luces malas, de puertas que rechinaban bajo las tormentas.
A ninguno de estos lugares uno iba sin que un mayor lo llevara, claro.
Por eso me sonrío cuando Tago Sánchez, me pregunta extrañado porque no me recuerda entre los habitúes del baldío grande, que aún existe, frente a la casa de Hugo Ruiz. Allí se juntaron los mejores jugadores de ese tiempo: Chocho Faravelli, los hermanos Míguez, Mirandita, todos más grandes que nosotros.
Ese lugar paradisíaco, donde nunca jugué, donde muere la calle Juan de Garay que se encuentra con la Pacto Federal, que cierra el pueblo. Del otro lado estaba el campo de Terré, hoy de la familia Compañy.
Mi madre me tenía prohibido moverme más allá del cruce la Garay con la Avellaneda, a cincuenta metros de mi casa. Ella tenía que salir a la vereda de tierra y controlarme. Cuando desobedecí, cobré.
Enfrente de esos baldíos vivían los Escudero y los Balquinta y los Sánchez, que lideraban don Alejo y doña Gregoria, con sus nueve hijos y sus no sé cuántos nietos, entre los que estaba mi amigo Tago.
Pero esto era otro tiempo. Un tiempo sostenido por el vuelo alto de las garzas y las cigüeñas que se levantaban del Cañadón de Compañy, cuando todavía el mundo se sostenía en un grupo de chicos corriendo felices tras una humilde pelota de fútbol.
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