Vie 01.06.2012
rosario

CONTRATAPA

La singularidad y la trama

› Por Natalia Massei

Antes del mediodía. Todos los días, antes de las doce, me acomodaba en el centro del patio. Frente a mí, la cocina de la abuela; justo arriba, en el altillo: la de mamá. Las dos con sus ventanas y puertas abiertas, tanto en invierno como en verano. Sintonías de radio y aromas de media mañana se mezclaban en el embudo del patio. Desde allí preguntaba, primero a una y después a la otra, qué prepararían para el almuerzo. Conociendo el menú, elegía entre las opciones que se me ofrecían, patio y escalera mediante: ¡Capeletinis con salsa!, ¡Milanesas!, ¡Salchichas con puré!, ¡Fideos!; ¡Carne al horno con papas!, ¡Sopa de verduras... con daditos de pan frito! ¡Dejate de embromar y subí, que tenés servido!

De mi abuela guardo pocos recuerdos excepto esas comidas a mediodía. De esos días de conventillo llevo impregnados los olores entrañables y el sabor de las elecciones sencillas.

Historia inconclusa. El primer libro que me cautivó nunca estuvo en mi biblioteca. Yo tendría nueve o diez años. Algunas tardes, después de la escuela, iba a jugar a la casa de Milena. Una casa llena de libros, incluso en su habitación había una enorme biblioteca que sus padres habían instalado allí a falta de más lugar. Un ejemplar de lomo ancho, encuadernado en cuero azul atraía mi atención. El título en francés impreso en letras doradas susurraba Papillon, desde los estantes combados por el peso. Me contaron que quería decir mariposa. Yo tenía otra idea: Papillon, susurro de papel. Cada vez que Milena me invitaba, aprovechaba para leer una parte de la novela. Mientras tanto, ella me proponía otros juegos. Después de un rato, la cosa se tornaba incómoda: comenzaba a reprocharme que no le llevara el apunte y finalmente me acusaba con su mamá de revisar y toquetear sus libros en lugar de jugar con ella: ¡que para eso estaba yo allí!

Con el tiempo, las invitaciones se fueron espaciando hasta extinguirse. No lo lamenté mucho salvo por la historia inconclusa: anhelaba conocer el desenlace en la trama porosa del papel. El final lo supe por la tele, años más tarde, un domingo que pasaron la película.

La virgen en el baño. Lo llamábamos el baño de abajo para diferenciarlo del que teníamos arriba en nuestra parte de la casa. El de abajo pertenecía a los abuelos: un baño antiguo de dimensiones generosas. En el centro, una bañera de hierro enlosado sostenida por cuatro patas de león. De a poco, papá lo había invadido con sus cajas. Allí almacenaba las mercaderías, según la changa del momento: whisky, cigarrillos importados, zapatos, radios y relojes baratos venidos del Paraguay. Salvo en la época de los zapatos, sobraba lugar.

Una vez, en ese baño, apareció la virgen. La había traído él, sin avisar. Pude verla antes que mamá la destrozara a martillazos. Desde la pieza escuché los gritos, un alarido largo y después un murmullo de queja distorsionado por la respiración entrecortada. Pude verla entre las cajas, coronando la bañera, mientras mamá corría a buscar el martillo. Volvió enseguida y la molió a golpes. Una paliza literal. Recuerdo bien los pedazos esparcidos en el piso. Me dio susto y me dio risa. Dos descargas simultáneas, por decir algo que describa la sensación de ver a la madre atacando a una estatua de yeso. Después ella también se rió un poco. Nos quedamos las dos al pie de la puerta mirando a la virgen. Contemplando los restos, la intensidad decolorada de los ojos, los labios descascarados, los pómulos melancólicos, entendí. Sentí el miedo: alcanzaba para hacer todo el trayecto desde el baño hasta la cocina, atravesando varias piezas; buscar el martillo en el tercer cajón de la mesada; regresar corriendo; y volver a encontrarla allí, erguida entre los bártulos.

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