Sáb 09.06.2012
rosario

CONTRATAPA

NARRADORAS Y LECTORES SUSPIRANTES

› Por Miriam Cairo

Mi madre me dijo que hay dos clases de narradoras en la vida: las que miran pasar las cosas y las que suspiran.

Las que suspiran dejan la ventana abierta para que entre el polizón solitario de la luna con su cuchara de plata y su hambre de recién nacido. Las narradoras lo prenden al seno con fruición de madres prohibidas y lo amamantan con ternura genital la noche entera. Los astros van cayendo sin rayos sobre las flores de sus vestidos y esperan ser saciados con ese amor que no tiene nombre. Con ese arrullo de palabras venidas del mundo de los ángeles quemados, del mundo de las comisuras, del mundo de los precipicios.

Durante el día, los lectores suspirantes escuchan el sonido de los autos que circulan a gran velocidad y otros rumores del mundo; meten las cabezas en la boca del lobo, cobran sus sueldos, hacen cola en los supermercados, pagan impuestos, mientras las narradoras mezclan en el hueco de la mano, las uvas del cielo con el almíbar del infierno. Con la misma mano dan de comer a las aves migas de pan y de tempestades. Con la misma mano levantan a los muertos de las tumbas y en horas del atardecer, corren con ternura el prepucio del cielo para que caiga la noche.

Al cruzar el jardín, las narradoras suspirantes, les abren los ojos a las hiedras y sueltan el pez de la pecera para que polinice las tormentas. El mundo natural de los lectores suspirantes expande sus lindes. Mi madre me lo dijo muy claramente, las narradoras suspirantes no saben todo lo que dicen, pero dicen cosas que van mßs allß de las cosas que saben. Por otra parte, pueden hablar tranquilamente en voz alta o en voz muy baja, escribir tranquilamente en voz de náyade, en voz de vampiro, en voz de asteroide o en voz de camelia, porque nosotros, los lectores suspirantes, reconocemos todas sus lenguas. Dijo, también mi madre, que ellas guardan un espejo en el bolsillo de su pollera. Un espejo de mar, un espejo de noche, un espejo de bestias desolladas. Que me confiara ese secreto siempre me pareció hermoso, aunque nunca lo comprendiera, pero a pesar de todo lo repito porque eso es lo que ella explicara en el idioma de las madres suspirantes.

También dijo que la gente tiene opiniones dispares acerca del viento que agitan las narradoras suspirantes. Algunos creen conveniente juntarlo con baldes, otros lo guardan en los fragmentos desmenuzados de los templos, otros en bolas de polietileno. Además, entre la gente razonable y la gente irrazonable están aquellos que afirman que las narradoras suspirantes no existen, o que su aire no respira, o que vuelven del revés con la cara de un maleficio que se quiebra. Y estas afirmaciones, suelen ser la verdadera cabeza del monstruo. Pero las narradoras que sueñan con los ahorcados, con los náufragos y con los amantes hacen caso omiso a la gente que las desrealiza. Su peso específico, extraordinariamente mínimo, facilita sus movimientos defensivos y dejan chorrear la luz que rebota a ras de suelo. A ellas no les hacen falta las decapitaciones para perder la cabeza.

Pero también, me ha dicho mi madre, hay narradoras muy equidistantes. Narradoras que no meten los pies en el barro ni beben un solo sorbo del brebaje áspero de los fantasmas. Estas narradoras cimentan un pudoroso exilio que las salva de caer en la perdición, en el amor o en la belleza. Elijen quedarse en lo correcto. Demasiado peligroso les resultaría narrar el viaje del cochero imperial si tuvieran que hablar desde las patas de las bestias. Sus lectores, equidistantes, no violan los estatutos, no desnudan al toro, no se dejan atravesar por puñales de bordes filosos y lascivos. Temen el riesgo. Temen la caída en espiral y sólo se permiten condensarse en burbujas inmóviles.

Asimismo, dijo mi madre, hay narradoras sin cuerpo. ╔stas se casan con hombres muy buenos, que les hacen casitas hermosas, o palacios con jardineros y sirvientas que sí tienen cuerpos, verdaderos cuerpos dotados con sus respectivos pies, sus respectivas espaldas, sus respectivos labios y sus respectivos senos. A la luz de tales condiciones, tal vez sea obvio afirmar que a nosotros, los lectores suspirantes, no nos vienen deseos de yacer en sus cojines de seda o patinar sin riesgos en sus páginas de suntuoso mármol.

Según mi madre, hay narradoras jocosas que son la delicia de los hacheros del NOA, de Wisconsin y del Amazonas. Ellas narran amoríos entre criaturas en las que sin dudas nadie ha creído pero en las que todos creen porque a los hacheros del NOA, de Wisconsin y del Amazonas, no les importa la verdad sino lo que han leído.

Las narradoras que miran pasar las cosas son como un teléfono que suena y al que nadie responde, según mi madre. O como una cabina en desuso interrumpiendo el paso de los peatones. Y la cabina los mira de reojo, resguardándose de no hacer contacto con la mirada vívida de esa humanidad que esconde algún tipo de luz o de locura bajo la manga.

Pero también están las narradoras que penetran por el camino de las estrellas de mar y nosotros, sus lectores, nos sentimos rememorados, imaginados, qué más da, creyendo que por ellas somos nosotros, que en el mundo de los largos trayectos mortales no amanece el fingido colibrí porque lo impiden nuestros ojos parpadeantes.

En secreto, con voz de confesar lo más importante de su vida, mi madre me ha dicho que ella siempre ha elegido a las narradoras suspirantes.

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