CONTRATAPA
› Por Gloria Lenardón
Las chicas de Flores tienen los ojos dulces, como las almendras azucaradas de la Confitería del Molino, y usan moños de seda que les liban las nalgas en un aleteo de mariposas. Las chicas de Flores se pasean tomadas de la mano, para transmitirse sus estremecimientos, y si alguien las mira en las pupilas aprietan las piernas, de miedo a que el sexo se les caiga en la vereda (Buenos Aires, 1920). En la cantina cargada con condimentos de salsa y vinos espesos las treinteañeras: escotes o mejor dicho escotazos, minis ajustadas, pelos largos y argollas en las orejas, como pastas al dente, eran devoradas por sus vecinos mientras se sentaban a la mesa. Pero el acto caníbal duró poco tiempo, los vecinos volvieron rápido a la carta que sostenían apasionadamente. Seis, seis platos debajo de la luz de una arcada que teñía de amarillo limón las servilletas, las copas todavía vacías, el florero de la decoración en el medio de la mesa. Las chicas se pasaron el santo y seña, el plato number one del cocinero, lo marcaron en la lista con la uña pintada de verde, miraban las parejas que bailaban con mucho menos interés que las fuentes de tallarines que quemaban sobre las mesas. La cantina estaba atestada, más allá del bollo de atravesar los pasillos donde chocaban los mozos, la fiesta la daban las conversaciones y la música como un moscardón que sobrevolaba las mesas.
"Las más explosivas damas me dejaban en la cama congelado,/ ten cuidado al desnudarme,/ no vayas a estropearme/ mi peinado". Joaquín Sabina se estremecía en el cantante de traje azul y zapatos blancos que, en la pista, perseguía a las parejas que se sumergían en su voz como en un caldo.
Ninguna de las treinteañeras estaba metida en la conversación, los tallarines las excitaban tanto que abrían la boca antes de engancharlos con el tenedor. Hablaban sin parpadear. Se miraban con los ojos dilatados por el vaho que subía de los platos, abrasador.
Para los pimpollos, dijo el mozo, completamente calvo, calvicie, nada de corte cero, viejito, amable, destapó la gaseosa mirando a una de las seis, los globos enormes que le rozaban el mentón, eran tetas demasiado grandes para un talle delgado así; hundía la nariz en las burbujas de la coca, la sorpresa le resultaba deliciosa, una manera de volar izado por una visión.
En mi mesa, el de los dientes perfectos mordía la misma escena, cerraba los ojos y cuando los abría buscaba aquello fenomenal temiendo que algo se hubiera interpuesto en el camino y lo tapara.
La fuente estaba frente a mí, justo donde quería que estuviera, repleta de pasta y queso, quería comer, me hubiera servido inmediatamente, sin esperar a nadie, sin fijarme si era mi turno o no. Languidecía como si llevara días sin probar bocado y ahora no soportara esperar un minuto más, quería cortar un trozo de pan y arrastrar tallarines para comerlos en el acto. ¿Nadie tiene hambre?, pregunté estúpidamente levantando una cuchara. ¿Puedo?, dijo dientes perfectos, cargando el plato, la copa con vino ya estaba preparada, pinchando con el tenedor la masa se hundió en otro mundo, desapareció desde el mismo momento en que se metió aquello en la boca, cualquier vista al otro lado de la mesa había desaparecido.
Esperando apagar las velas -había mesas grandes de gente grande con otros manteles y otros floreros y otras sillas- interrumpieron al cantante: "vieja pared", para cantar y brindar por el cumpleaños mientras filmaban con los celulares que no abandonaban jamás, no perdían un segundo, miraban el brindis recién registrado y volvían a llenar las copas para volver a brindar y a filmar.
La flor de la noche había llegado a la pista, apenas la tocaron sus tacos chupete de dos centímetros el vals la empujó al centro. Mientras le hacía dar un giro dentro de una rueda de parientes, la que la acompañaba: pantalones de cuero y remera con lentejuelas, le cantaba ¡felices noventa!, la voz de la chica trepaba liviana las alturas. El vestido de la de noventa era rojo, aunque hubiera sido fácil perderlo de vista. Entre tantas parejas su cuerpo de anciana lo hacía notar, seguía el ritmo con suavidad, no parecía de ningún modo incómoda acampando en la pista. El cantante no la pasó por alto, la siguió: ¿quién es esa chica vestida de rojo, que baila en la pista, mueve las caderas y cierra los ojos?
¿El cantante bromeaba porque era fea y demasiado vieja?, las demás parejas bailaban riéndose y sacudiéndose, todas tenían piernas fuertes; ella se rió y siguió bailando, pero con menos confianza.
¿Noventa años?, baila como una garza, ¡y con plumas rojas!, dijo el vecino al de los dientes perfectos --raspando, veinte años menos-- comiendo ravioles y sopando el pan en la salsa con los ojos idos. Nadie hace ravioles así, cerró la boca moviéndola como si estuviera en trance. Cada vez que miraba a la de noventa bailar volvía a irritarse, ¿todavía no se empachó?
Más blandas que las flores de los floreros, las treintiañeras seguían relegadas a sus asientos, paladeando lo que quedaba de la fuente que se vaciaba, con el bocado húmedo y caliente dentro de la boca y la cabeza metida en el plato, ciegos a sus perfumes sus vecinos calmaban la nariz en el ajo fritado.
Tenía nombre de flor, la de noventa se llamaba Rosa, quedó cantado en el feliz cumple, seguro que las treintiañeras también tenían nombres de flores: Margarita, Jazmín, Lila, les cuadraba; bailaban juntas en la pista. La comilona había terminado. La cantina se enfriaba, como la salsa guardada en el freezer a esa altura, aunque las parejas contaran con un nuevo condimento: las treintiañeras. Rápidas, sinceras, bien entonadas, enlazaron a la de noventa que ya saludaba para retirarse y la arrastraron lejos, iluminadas por una luz vaporosa la detuvieron cuando vieron que quemaba, la abanicaron: ¡aguante Rosa!, la de noventa tenía buenos reflejos, se desenvolvió con instinto, llegó sin problema hasta la parte de la pista que daba a la pérgola. ¿Cómo bailaría Rosa bajo las flores de la bignonia? El resplandor de su cara le daba un ardor de manzana, una expresión como si acabara de tomar un vaso de vino espumante y estuviera en la pista para demostrar que todavía bailaba como una mujer. "¡Qué mejor que ravioles!", dijo el de setenta, volviendo la espalda a la pista, cargando, audaz, su plato. Tenía los pies pegados al piso, eran dos cubitos en mocasines recién lustrados.
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