Martes, 26 de junio de 2012 | Hoy
Por Javier Chiabrando
Dicen que el pez por la boca muere. El hombre también. Digas lo que digas, calles lo que calles, serás siempre un libro abierto para quien sepa leerlo. En este caso soy yo, que en uno de esos días de megalómano, se me ocurrió recostar en el diván al país todo. Para qué voy a andar con delicadezas, con lo corta que es la vida y con lo poco delicados que son los otros conmigo. Esta contratapa propone analizar a ciertos argentinos por su discurso. Veamos:
Lanata. Lanata está obsesionado por demostrar que es un rebelde y por eso nunca termina un párrafo (que en la oralidad se podría definir como el momento en el que el hablante hace una pausa para respirar o tragar saliva) sin decir que alguien es boludo o que algo es una mierda. Esa actitud tiene hoy, cuando Lanata ya no es joven, un nuevo sentido: dejarnos entender que a pesar de que está aliado con los poderosos que combatió siempre, mantiene la independencia y que es capaz de meter el dedo en la nariz al aire. En la nariz suya, claro, no en la de sus empleadores. Será rebelde pero no boludo. Su discurso, repleto de golpes de efecto, sin mucho fundamento teórico pero muy contundente, es una de sus conquistas. Son reconocidas sus frases. "Los hechos no son de izquierda ni de derecha", dijo antes de saltar el charco ideológico; (eso se llama abrir el paraguas). Ese discurso, sumado a la gran transgresión de fumar en cámara, lo muestran como un revolucionario a tiempo completo, de los que siempre encuentran la forma de estar en contra de todo. El problema de su discurso es que cuando deja de ser creíble no tiene vuelta atrás. Suena a abuela que cada vez que salís te dice que te lleves un saquito. El discurso de Lanata es lo que se oye, que a veces parece ruido.
La mesa de enlace. Los empresarios del campo encontraron una buena estrategia que con el tiempo ha perdido eficacia. Hablen de lo que hablen, casi nunca lo hacen en forma personal, sino que se refieren a "el campo". Es una forma de meter en la bolsa a los que piensan como ellos y a los que no. E intenta hacer olvidar que hace siglos que no se suben a un tractor (si es que alguna vez lo hicieron) sino que son corporaciones en sí mismos. Creer que ellos trabajan "el campo" es como creer que los capos de la UIA agarran el martillo y el destornillador cuando no están haciendo lobby. Desgraciadamente, se han creído su chiste y cometen el error de análisis de creer que los habitantes de cada pueblo de la pampa húmeda -"el campo"- los apoya. Se olvidan de dos cosas: que allí ellos son los ricos, y que nadie se traga el sapo de verlos haciendo piquetes y llorisqueando en cámara; quizá contribuya a su descrédito que no hayan sabido dejar de llorar cuando tenían las alforjas repletas. Y que no hayan podido maquillar su proverbial tacañería; eso no se rompe con consignas. Acá se podría hacer el siguiente análisis: cuando tu discurso flaquea, y eso te hace entrar de forma negativa en el discurso de "los otros", fuiste Carlitos. Por eso la parte más importante de "el campo" votó a "la enemiga".
Moyano. Moyano casi siempre dice "nosotros", involucrando a una masa imprecisa que uno podría definir como "los trabajadores". El inconveniente ahora es que ya no sabe si representa o no a "los trabajadores" o sólo a los "compañeros" del gremio. Cuando dejó entrever la posibilidad de que podía ser candidato a vicepresidente o incluso a presidente, dudó, quizá de una vez y para siempre. En lugar de acomodar su discurso para la masa, de jugar a transformarse en Lula, eligió no abandonar el lugar más seguro, el de su sindicato y el del discurso que los relaciona exclusivamente con sus afiliados. ¿Podrá cambiar? Difícil, aunque no imposible. Para eso tiene que volver a barajar de nuevo vocabulario y sintaxis y volverse un hombre creíble para millones. Cuestión de intentarlo con el riesgo de morir en el intento. No hay que dejar de observar que Moyano era el primer K y pocos meses después es antiK. Ese cambio de actitud (por decirlo de alguna manera) sólo tendrá validez ante un electorado que sea capaz del mismo viraje, tanto político como discursivo.
Scioli. Scioli es un misterio, tanto su pensamiento como su discurso (como si no fueran la misma cosa). En ese sentido se parece a Macri, aunque tiene una capacidad de trabajo y de gestión que el otro no tiene ni sueña tener. Scioli habla como para que lo quiera Dios y el Diablo, y elige su vocabulario más por descarte que por selección natural. Lo que dice apunta a un futuro bucólico, donde los hijos de puta de hoy se habrían redimido por gracia divina. Su discurso no tiene la pretensión de definir la realidad ni de someterla. Su discurso apunta a no malhumorarla. A mucha gente le gusta, o mejor sería decir, no le hace mella y por lo tanto no le disgusta. Resta saber cómo va a reaccionar cuando se lo necesite (el país, sus relaciones políticas) al frente de un discurso donde el blanco debe diferenciarse del negro. La vieja fórmula de que los buenos políticos son los que mejor hablan no tiene por qué cumplirse, pero los políticos que hablan bien y claro son los que se vuelven creíbles en época de crisis. Quizá, sencillamente, es tan inteligente que no quiere mostrar todas su cartas, es decir todos sus verbos. Si es así, será digno de ver.
La presidenta. Sus discursos están cargados de información y novedades que hay que saber leer. Cuando alguien habla de nuevos paradigmas en las relaciones políticas y económicas es evidente que es consciente de su carácter de líder no coyuntural (o aspira a serlo). De otra forma apelaría a slogans de idoneidad probada. El de ella es un discurso que ayer nomás servía para la barricada y que se acomodó al plano institucional pero sin ceder en elocuencia ni en una cuota interesante (aunque no siempre) de chicanas. Para entenderlo, habría que pensar de qué manera uno organizaría un discurso sabiendo que lo van a oír y evaluar millones de personas. Sea como sea, no es lo mismo que uno diría charlando con la vecina o con una amiga. Si enerva a mucha gente es porque habla seguido, largo y tendido, y permite el viejo chiste de que habla mucho por mujer, sumado al tono de su voz, algo metálico, que da pie a que sus enemigos hablen de cómo habla pero no de qué habla. Sus críticos más severos se centran en las cosas menos importantes de sus discursos; hacer lo contrario sería hablar de política, y todos entendieron que dialogar de política con ella (aunque sea mediáticamente) es correr el riesgo de ser humillados. Es decir, sus críticos nunca mencionaron los nuevos paradigmas de la política, sino los estaría analizando en esta contratapa.
Macri. Ya es bien sabido que a Macri no se le entiende nada. El motivo es doble. Habla como si tuviera una papa en la boca. Y lo que dice es un refrito de tonterías apenas relacionadas con el acto de gobernar semejante ciudad. Pero no importa que no se le entienda porque nadie lo escucha. Esa es una gran innovación en la política. Y es mérito suyo. Macri entendió que las ideas son valores relativos, y que los hechos pueden serlo también. Aventuro más aún: si Macri dijera cosas, perdería votos. Porque sus votantes lo que quieren es que siga ocupando ese rol de opositor obtuso que es capaz de negar hasta las últimas consecuencias lo que le ponen enfrente, y no que los involucre en ideologías o pensamientos. La pregunta es ¿hasta cuándo? Me hace acordar a esas relaciones donde la mujer pide formalizar y el hombre responde vaguedades. ¿Es posible hacerlo eternamente? Macri cree que sí. Quizá este país le dé la razón. No hay que olvidar que este es un país que tuvo como presidentes a De la Rúa y a Estelita, que erigió como líderes ocasionales a de Narváez y que casi entrega la segunda provincia más rica del país a un cómico bastante mediocre.
Radicales y cía. Para recuperar el terreno perdido tienen que cambiar de discurso. Al menos comenzar a cambiarlo. No importan mucho las ideas porque las ideas se pueden afanar. Cualquier Chiabrando te arma una plataforma de gobierno en una tarde y con ideas más o menos piolas. Pero el discurso identifica, es la carta de presentación. Alfonsinín tenía algo del padre y se le agradece. Le tocó bailar con la renga, en otra ocasión seguramente lo habríamos valorado más. Pero el resto tiene una tendencia común de hablar de cosas sin mucho nervio y de decirlas con un tono aburrido y de entrecasa, como obispos pero laicos. Enojarse, o en todo caso apasionarse, suele transmitir emociones en los oyentes. Carrió vivió de eso hasta ayer. Si además hubiera mostrado una idea, y reorganizado el discurso (que, convengamos, se le piantó un poco) aún sería presidenciable. Una persona apasionada, o incluso que habla enojada, puede dar la impresión de que al menos sabe lo que no quiere. De ahí a saber lo que quiere hay un paso, pero hay que darlo. El otro paso es poder hacerlo realidad. Y ahí el pez puede morir por la boca por segunda vez.
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