Mar 31.07.2012
rosario

CONTRATAPA

Biblioliche

› Por Víctor Maini

Dicen que uno no se muere de un día para el otro. Hamlet Lima Quintana tomaba como síntoma a la tristeza, como a la muerte lenta de pequeñas cosas y agregaba que esto era comprobable al volver a los sitios adonde uno había amado la vida. El problema se agrava cuando el llamado progreso no nos ha dejado ni esos lugares físicos. Mis contemporáneos hemos visto desaparecer las unidades básicas, los comités, los clubes de barrio y, sobre todo, los boliches. No es lo mismo asistir a esas peceras levantadas al lado de surtidores de combustibles, carentes de mística, iluminadas como salas de interrogatorio, con una frialdad propia de los bornes y llaves cruces que se vendían otrora. Tampoco disfruto de lugares en donde se festeja la muerte del choripán, con ridículos payasos que nada tienen que ver con Pepino el 88, y en donde no sólo se asegura la existencia de la felicidad, sino que se explica que viene en cajitas y que se puede comprar. Me considero un buscador de bares en vías de extinción y debo reconocer que pocos me asombraron como el que se encuentra en Freyre al 700. En realidad llegué a ese lugar buscando una biblioteca que funcionaba en ese domicilio, pero las mesas en la vereda, las bicicletas apoyadas en la pared y el cartel de "Bar" pintado en la vidriera al lado de una bandera Argentina me avisaron que algo había cambiado. Una mesa redonda dominaba el ambiente, una estatua de una virgen avisaba que era la única imagen de mujer que se vería allí adentro, el clásico pizarrón con el precio del Gancia, Fernet, vino, ginebra y debajo con letras más grandes "hay empanadas", me indicaban que estaba en el sitio buscado. Entre gente desconocida pero tan parecida a las que he visto en toda mi vida, hablando de una mesa a la otra, con risas que estallaban detrás de un "quiero retruco" pude divisar en la mesa del rincón al bibliotecario que alguna vez había estado a cargo de los libros en esa misma habitación. Mucho más viejo, con un vaso con vino, una lámpara exclusiva y un gordo libro parecía estar en otro mundo. Poco tiempo me llevó el saber que estaba equivocado, que el viejo estaba conectado e interactuaba con el espectáculo que se brindaba. Después de una discusión sobre fútbol, el Coco Fava, encargado de preguntarle al lector, era el nexo entre el saber de la calle y el catedrático. "Oiga, bibliotecario, ¿usted qué opina, está a favor de Menotti o de Bilardo?". El silencio tardó lo que tardó el viejo en sacarse los lentes y con voz suave pero firme dijo: "Vean, a mí nunca me convocó un técnico para ir a la cancha, siempre fue el jugador, si esto sigue así van a tener que cambiarle la letra al tango 'El sueño del pibe'", y tomando un vaso como micrófono demostró que también sabía cantar entonando "Se para en el banco, se sienta de nuevo/ prende un cigarrillo con el anterior/ insultando a todos, le grita al arquero/ jugala cortita no seas cagón/". Aplauso cerrado y cambio de tema. En otra oportunidad, el Chino Medina, el más locuaz de los jugadores de truco, mientras orejeaba las cartas, sabiendo que sólo lo podía salvar un juego hablado dijo: "Anoche dejé de mirar la tele para mirar a mi señora mientras comía un sándwich de milanesa, ¿cómo pude haberme casado con este monstruo?, pensé". Risas, comentarios, cargadas, terminaron como siempre en la pregunta de don Fava: "Jorge Luis, ¿qué nos puede decir?". Con la misma calma con la que me recomendaba un libro se le escuchó decir: "Todo adulto tiene un niño adentro, al llegar a cierto punto en el camino, es bueno empezar a amar a esa niña, a esa infancia que perdura dentro de nuestra amada". Cambio de tema, el Chino se fue al mazo en la primera mano. Una tarde me animé y le pregunté si extrañaba su antiguo trabajo, si le pesaba el cierre de la biblioteca. Me dijo que no, que estaba muy cansado de hablar sólo para los que saben, para ver quién sabía más, que se aburría terriblemente, que allí no había día en que no se riera con ganas, que le gustaba estar entre esa gente que tenía sólo lo que había podido lograr con sus propias fuerzas, nunca habían esperado nada de nadie, tenían un oficio y la mayoría hablaba por ellos mismos, eran autodidactas, y nunca se había quedado con el producto del esfuerzo de nadie. Agregó que los conocía a todos y según el tema que los apasionaba, les regalaba un libro alusivo, el cual no sólo nunca se lo habían devuelto sino que le habían pedido otro. No me dejó ir sin regalarme un ejemplar que sacó de un viejo bolso verde, me miró fijo y me dijo: "A usted lo veo muy preocupado y triste, le va hacer bien leerlo, por lo menos para que deje de pensar en ella", y me dedicó una vieja edición de El Aleph. Uno no sabe muy bien por qué deja de asistir a los lugares que le han hecho bien al alma, pero a ese boliche hacía como un año que no iba. Con un mal presentimiento miré hacia la mesa del viejo, que estaba vacía, le pregunté al buffetero sobre su paradero, quien sin dejar de lavar los vasos me dijo: "El sabio dejó de hacer sombra hace cuatro meses, todos los 25 hacemos una comida en su homenaje, y los muchachos traen un libro de los que les regaló y leen una parte, si quiere venir...". El jueves estoy de lenteja, creo que lo mejor que puedo hacer por su memoria es que todos, al menos por un instante pensemos nada más que en Beatriz Viterbo. [email protected]

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