CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
Antes las cosas eran más simples porque tal vez el mundo de algún modo lo fuera. Eramos de Boca o de River; de Racing o Independiente; de Central o de Ñuls; de Huracán o de Federación; de Fangio o de los hermanos Gálvez; de Chevrolet o de Ford.
Y a propósito del automovilismo, en ese tiempo se dividía en Turismo de Carretera y circuitos cerrados como el que estuvo en esos años en el Parque de la Independencia, aquí en Rosario.
Confieso que nunca fui un aficionado a este deporte, pero en mi pueblo, como todo pueblo que tuvo inmigración europea fueron adictos a los fierros, como dice la vulgata.
Estos hijos de inmigrantes, hechos en la contingencia, eran muy creativos y empezaban con sus humildes tallercitos a arreglar máquinas agrícolas y luego pasaron a preparar con más ingenio que medios esos maravillosos autitos que hacían el entusiasmo con sus simpatizantes de la zona, tal el querido Marcos Ciani, de Venado Tuerto, a quien le decíamos Marquitos, en un exceso de confianza que sólo habilita el afecto.
Nosotros también tuvimos corredores en el pueblo. En los años cuarenta a don Emilio Barbalarga y, mucho más acá, al inolvidable Pedrito Sciarini.
En mi familia todos éramos hinchas de Juan Manuel Fangio (o Fanyio como decían mis tíos abuelos italianos), salvo mi padre que lo era de manera escéptica con todo lo que fuera deporte. Pero yo, particularmente, era muy entusiasta, no de los fierros, pero sí de Fangio.
En los primeros tiempos en que mi madre me llevaba a hacer mandados (época en que mi padre trabajaba, de lo contrario los hacía él), me iba como tirando a la rastra porque yo detenía los pasos a observar el color de alguna mariposa, el temblor de algún pájaro sobre un tejido o simplemente mirando el movimiento de la gente y los vehículos.
Lo tengo que llevar arrastrando a este chico decía mi madre a las ocasionales mujeres con las cuales nos cruzábamos. Cuando ya había pasado un tiempo, era yo el que corría adelante y la esperaba en la esquina para cruzar las calles por lo general pacíficas pero no exentas de polvo la mayor parte del año.
Y un día al salir de la carnicería de don Benicio Ardiles, emprendí una carrera veloz que me fue interceptada por la voz de Pepe Peiró, quien estaba sentado en el cordón de la vereda. Pepe era uno de los hermanos de Taio, y tenían la panadería justo enfrente, en la ochava con el negocio de don Benicio. Aunque decir tenían es una falacia: la panadería de la familia Peiró ya tiene cien años y es el negocio más antiguo del pueblo, que sigue vigente, ahora con otras generaciones, obvio.
Pero vuelvo a ese momento, cuando yo había salido solo corriendo, Pepe me preguntó a boca de jarro: "¿Pibe, de quien sos?". Y yo sin dudar una centésima de segundos, y frenando el principio de lo que iba a ser una impetuosa carrera, respondí:
¡De Fangio!
Lo cual produjo una carcajada en mi interlocutor. Cuando apareció mi madre, le preguntó, sonriendo: "Señora, ¿este pibe es hijo de Fangio?", palabras que hicieron sonreír a mi madre.
Mi confusión fue ignorar que en ese tiempo cuando alguien pretendía una filiación del infante usaba esa frase. Que no era sino un apócope de la otra: "Vos, ¿de quién sos hijo?". Esto me lo aclaró mi madre por el camino.
Y una vez pasó una carrera por el pueblo, que se agolpó en masa a la calle donde pasaban los autos para no perderse el acontecimiento, que me parece no se repitió. Yo estaba con mis padres en la puerta de mi escuela con un grupo grande, es decir frente al cine La Perla, y sobre su techo muy alto albergaba un grupo de arriesgados muchachos que pudieron ver esos míticos autitos venir del camino a Gödeken y habían podido apreciar mejor las alternativas de esa memorable carrera que ignoro quién ganó. Sé que dos, sólo dos, de los muchos que pasaron sacaron una mano para saludar. Uno, fue el querido Marquitos Ciani y el otro Eusebio Marcilla, apodado por los periodistas de la época "El Caballero del camino", porque al parecer cuando un automovilista tenía un desperfecto, él se detenía a darle una mano en desmedro de su ubicación en la carrera. Este corredor murió en un desvío de su auto en Esperanza. Yo vi la foto en la revista El Gráfico, el autito estaba como abrazado a una columna del alumbrado público.
Don José Pedroni, le escribió un bello poema, que está en su libro Cantos del Hombre y se llama justamente "El Caballero del camino", que comienza así:
"El Caballero del camino,
el de Junín ha muerto,
vino a morir a mi provincia
iba tan rápido a su fin
que nadie pudo verlo".
Yo tenía diez años y leí este poema en El Gráfico, revista que mi viejo compraba desde sus inicios. Yo no sabía quién era Pedroni, ni qué era la poesía (hoy tampoco lo sé) pero me produjo un estremecimiento extraño y mientras se lo leía a mi amigo Miguel Correa, es decir al Chajá, a ambos se nos cayó una lágrima porque ese hombre había pasado por el pueblo y nosotros estuvimos de acuerdo, sin decírnoslo, que esa mano rápida que sacó por la ventanilla de su pequeño Chevrolet era para nosotros.
Nosotros, es decir, dos plumitas de cardo perdidos en la mitad de ese pueblito de la llanura nuestra, tan proclive a los hombres de trabajo, humildes, pero capaces de armar un autito de carrera con cuatro tuercas locas y toda la fe del mundo en sus pupilas.
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