CONTRATAPA › EL BOTE
› Por Beatriz Vignoli
Hay una enorme diferencia entre volverse incapaz de atender el teléfono y volverse capaz de no atender el teléfono. ¿Qué cosas vuelven a un hombre incapaz de atender el teléfono? ¿Qué lo vuelve capaz de no atender? ¿Quién sabe descubrir la diferencia?
No es fobia, no es terror, no es miedo. No es inhibición, es una decisión consciente. Uno antes era incapaz de no atender; ahora es capaz. "Escapás", dice el Colo Irazusta, jugando con la palabra. Es un poder, responde él. Es poder no. Es poder no atender.
Los milicos les decían que la guerra era un crisol. "Es en el fuego donde la espada se templa, donde el vidrio se hace fuerte". No les dijeron que el vidrio también se quiebra.
El Colo siempre le decía: vos no te quebraste, Agustín. Y él recién ahora está empezando a saber de todo lo que tuvo que quebrarse para que no se quebrara él.
Todo lo que tuvo que quebrarse alrededor. Empezando por ella. Nada lo une al mundo porque una vez que uno ha apretado los dientes con suficiente fuerza, pueden tirar abajo la puerta que él no se moverá. ¿Qué del horror produce un hombre así? ¿Qué del mal produce un hombre así? Ha olvidado lo que lo trabajó, lo que deshizo al que era. Ha hecho de sí otro, y cree que eso es normal. Ahora es un hombre capaz de dejar morir.
A un hombre lo puede destruir un mensaje de texto de ocho caracteres con espacio; imagínense a ese mismo hombre bajo un bombardeo de once horas de la RAF. A un hombre lo puede destruir un mensaje de texto de ocho caracteres con espacio, enviado a las cinco de la mañana por una mujer. Puede destruirlo, al hombre, un mensaje de texto de 8 caracteres con espacio y sin contenido, un puro mensaje que sólo diga hola o buen día, enviado por una mujer a su teléfono a las 5 de la mañana cuando él se ha despertado a las 5 menos cuarto pensando en ella y esperando ese mensaje sin saber que lo espera.
Pero más que ese mensaje, lo que puede destruir a este hombre, y con más precisión y eficacia aún, es la ausencia de ese mensaje. Puede destruirlo incluso despertarse en medio de la oscuridad anterior al alba y esperar un cuarto de hora y no encontrar nada, ningún mensaje en su teléfono. Ni hola, ni buen día, ni nada. La ausencia de esos 8 caracteres lo destruye. Imagínense a este mismo hombre bajo un bombardeo de 11 horas de la RAF. Y sin puchos. Este hombre, para defenderse de la destrucción que opera en él ese mensaje de texto (o su ausencia), sólo cuenta con su silencio. Es su única arma.
El mensaje lo ha destruido y le ha salvado la vida al mismo tiempo. Esto no es algo que él pueda explicar, y menos a ella. Entonces calla. Calla para siempre. La abandona, la deja sola con su magia. Le deja creer que aquel mensaje a él lo despertó. En algún rincón oscuro de su corazón ella sabe que él estaba despierto, porque nadie se despierta por un mensaje de texto y menos un hombre que ha soportado un bombardeo de 11 horas de la RAF. Ella lo busca. Y lo encuentra. Pero él se ha vuelto capaz de dejar morir. No de matar, sí de dejar morir. El ahora es capaz de no atender. Y le dice apenas lo indispensable para dejarla con la impresión de que ella abusó de una pobre víctima.
Y él la carga de culpas, como si las culpas fueran cajas de municiones que ella deberá arrastrar sobre sus hombros bajo la llovizna por un camino empantanado. La deja hundirse en la culpa y no la salva. No la salva de sí misma. No tiene por qué, no es su deber. No tiene por qué informarle su posición. Que se sienta culpable. Que se suicide si así lo desea. Que no lo llame más. Un hombre así no es un héroe. Los héroes mueren con honor y un hombre así sobrevive sin honor, como la mayoría de todos nosotros.
Que el azar haga algo. No puede vivir sin ella pero no irá. ¿Qué le debe? El no ha dormido en años. Ahora duerme, pero al principio lo despertaba cualquier cosa. Ha estado treinta años solo en el mundo, un puro cuerpo caído a merced del tiempo. Ha sido un muerto consciente, un muerto que respiraba y vio pasar los días. Su única compañía ha sido el sol, cuando hubo sol. Le habían prometido un futuro pero la guerra se llevó hasta eso. La ingratitud lo destroza más cruelmente que las bombas de la RAF, más cruelmente incluso que la ausencia de ese mensaje de texto de ocho caracteres. Sus compañeros hablan en entrevistas, salen en documentales y por Internet, ahora que los escuchan, ahora que de pronto la guerra se ha puesto de moda. Salen libros y más libros.
Ya no son aquellas ediciones de autor pagadas del propio bolsillo. Ahora se venden. No haber sido esto antes, cuando eran jóvenes, cuando todavía hubiera podido levantarse alguna minita con este verso del héroe; no haber sido esto antes, cuando tantos compañeros aún vivían, cuando no los habían matado literalmente con la indiferencia que los empujó al suicidio, como quizás la esté matando él a ella ahora, ella que lo llama y lo destruye. O no lo llama, y lo destruye. Y él que no atiende y la destruye. Y ella que se destruye y al destruirse lo destruye. Qué mala suerte con las minas, dice él.
¡Mala suerte con las minas! El horror, el horror. Lo real. El horror de lo real. En el horror de lo real, él descansa. Mala suerte con las minas es la que tuvieron Vojkovic, Vargas, Zelarrayán y Hornos. ¿Fue sólo mala suerte? Con el Colo pasaron noches discutiéndolo. El tenía la versión del compañero que decía que se sabía que la bahía estaba minada. ¿Por qué fueron igual? Al Colo, el padre de Vargas le contó que a su vez le habían contado los compañeros de Vargas que fue con autorización de sus superiores que el Lechuzón Vargas cruzó la bahía, con los otros tres, en el bote lleno de comida que habían sacado de la casa maldita, la casa vacía del espía Terry Peck. No faltó, en los relatos, el detalle de la ametralladora de un compañero, que quedó apuntando a la casa de Peck, incluso después de la retirada de las islas. "Pero entonces los mandaron", piensa él ahora. "Los mandaron a morir". Quiere llamar al Colo, llamarlo ya, seguirle preguntando. Preguntarle cómo fue que le echaron la culpa a la mala suerte o a la casa, como los pibes que aún éramos, piensa. Y que dejamos de ser cuando el bote estalló.
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