CONTRATAPA
› Por Eugenio Previgliano
Aún si la miro al sol, sus ojos no me deslumbran. Antes más bien me gusta lo que la rodea, el aura de luz del mediodía alrededor de su bello rostro, las cejas, los músculos superciliares cuando se tensan, los párpados entrecerrados que le dan un aire de lejanía oriental, como si de pronto su mirada mediterránea hubiera decidido ignorar el agua, las olas y el escorarse del barco: Me gusta el paisaje, la imagen desenfocada del revuelto de mimosas, alisos y sauce sobre la costa, la sensación del viento sobre su cara, y la engañosa si no falsa sensación de que la sonrisa, que tanta calma trae hasta mí, viene como devolución de mi propia sonrisa que a su vez yo sé, a mi turno, que viene desde lo profundo de ella.
Navego, sin embargo, con una sonrisa sugestiva a causa de esa felicidad que me viene naturalmente en razón de la navegación, pero la marejada breve, las olitas que dan contra la amura, ese chasquido simpático que recuerda otros chasquidos leves, me recuerda que a diferencia de otras veces, esta felicidad también deviene de lo grato que me resulta navegar con ella, de quien, además de parte de su nombre, sólo sé que una vez compró una mesa en un mercado de pulgas, tal vez en Bremen.
¿Será por eso que cuando sé que debo emproar hacia la desembocadura del riacho por donde navegaremos, el leve temblor del timón me devuelve desde lo profundo del agua mi propio temblor? Pero peor no quiero, le digo entonces, que cobre un cabo que ha quedado estirado, encocado, engalletado, volcado, tirado, abandonado sobre el ancla o rezón y me distraigo, en tanto, cuando ella empieza con la maniobra, en mirarle todo lo bella que es, su figura estilizada, su frente altiva, su bella sonrisa y sus gráciles, sensibles y pequeños pechos que apenas se sugieren bajo el espesor del abrigo.
Me digo que no puedo errarle, que si no acierto con destreza en la vaguada, quedaré varado con esta bella mujer a bordo y con frío y todo, tendré que maniobrar en el agua para desenvararme.
El recuerdo de la sorpresa de su proximidad, de sus caricias, de sus atentas atenciones para conmigo me vuelve a cada rato. Apunto pues al lugar donde tengo la certeza, tal vez la única, de que con este nivel del río podré pasar con tranquilidad de calado pero otra vez me distraigo en mirarle los pies de los que se ha sabido decir que, al igual que su mirada ensoñadora, han llevado al naufragio a más de uno. Pero qué cosa es la que nos mueve en esta tarde otoñal de mediados de invierno a navegar por este canal estrecho sobre el que penden las ramas verdes, aún húmedas de la bruma de la mañana, me pregunto a media voz sin decir palabra mientras entiendo que voy en el rumbo justo y que la línea de crujía coincidirá con la línea invisible que bajo el agua señala la parte más profunda del canal.
Deberías, dice ella entonces, considerar que tenés que seguir escribiendo cosas lindas, pero cuando termina de decirlo yo me pregunto si no me estaré preguntando yo mismo sobre la belleza con tanta navegación a cuestas, y el sol me da en la cara y entrecierro los ojos, pero a poco vuelvo a mirarla y cada vez de las que la veo evoca en mí un momento grato, una sensación olvidada, un renacer primaveral en medio del invierno y muevo apenas un poco el timón para corregir la curva y veo sus caderas y siento la respiración de su sonrisa y entiendo que la vida, de vez en cuando, también puede ser tolerable, aún en medio de los otros.
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