CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
Entre las cosas que uno suponía iban a permanecer siempre, estaba la veleta de la casa de don Manuel Gómez. Era un gallito rojo, de lata que marcó nuestra infancia para siempre. La veleta sobre la casa de un rojo desvaído, y ese eucalipto medicinal que proveía a todo el barrio de esas ramas plateadas que puestas en una olla hervían y allí nuestras madres nos hacían inhalar ese vapor para sacarnos los resfríos de todos los inviernos.
Todos los remedios con los cuales nuestras madres mitigaban los infortunios y nuestras nanas eran caseros, más cercanos a la medicina popular que a la científica.
Cualquiera de ellas sabía curar un empacho, el mal de ojo, los nervios luego de un golpe con granos de trigo, las lombrices con hilo de coser, haciendo la cruz sobre un vaso con agua, y cortarlo con una tijera mientras decía unas oraciones inteligibles, y secretas, que habían aprendido generación tras generación y cuando la enseñaban a tres personas "perdían el don", según mi madre aseveraba seriamente.
Nosotros creíamos en aquel tiempo que ellas irían a estar siempre junto a nosotros para curarnos los golpes que ganábamos en buena o mala ley en los baldíos o la cancha donde corríamos una pelota por horas y horas, parando unos minutos para tomar un poco de agua que algún previsor llevaba en una botella y dejada al costado donde se dirimía un encarnizado partido, más importante que la copa del mundo.
Sudorosos, magullados, un poco más vulnerables que a la partida, nos arrimábamos cerca de la madre que trasegaba sus ollas y sartenes para con sus preparativos del almuerzo o la cena. En ese pequeño cuarto donde en una cocina económica, de hierro fundido, los marlos cambiaban su color blanco en rojo violento, y las ramitas secas de paraíso estallaban y sus frutos con el fuego hacían un ruido poderoso de petardos.
Y allí recuerdo a la mía, cuyo cabello parecía enrojecer con la luz que se proyectaba contra la sombra de la pared que los años ahumaban y al ser la iluminación de la lámpara muy pobre, esas que funcionaban a kerosén y que dejaban lugar a la nublosa incertidumbre que disimulaba la hora del atardecer o la noche.
¿Y mis magulladuras?
Yo me arrimaba en silencio, apoyaba mi cuerpo sobre el marco despintado de madera que alguna vez habría sido verde y ahora era de cualquier color desvaído, y con la cabeza gacha le pedía que me pusiera algunos de sus ungüentos caseros para mis rodillas golpeadas, o el raspón que sangraba en un codo y con infinita paciencia ensayaba un reto que no llegaba a pronunciarse y secándose las manos en el delantal que ella misma se fabricaba y tomando la luz que estaba adherida a un clavo de la pared me pedía que me acercara. Con una esponja me jabonaba la parte lastimada, me lavaba y procedía a la primera curación. Si era necesario me vendaba la parte dolida o herida y siempre me recordaba lo mismo:
-Tratá de que no se entere tu padre.
Y volvía con toda naturalidad sobre sus quehaceres.
Ese pequeño lugar, quiero decir esa cocina que daba calor en los inviernos crudos, la misma que nos permitía poner algunas naranjas en su ceniza caliente o alguna batata para que allí se asara, como al rescoldo de aquellos tiempos que fueron reales, concretos, en el centro oscuro del frío que ya no trasegaban más mariposas libres que había tenido el verano, ese verano que las bandadas aquellas de cotorras azules se habían sabido esconder en los árboles, en aquellas higueras altísimas donde era imposible acertarle con un gomerazo perdido.
Pero las mariposas habrían seguramente cubierto los alfalfares con sus pequeñas flores blancuzcas y ese color tan verdoso como un mar bajo el viento.
Y volviendo a nuestras madres, ellas se daban maña para todo. Nos cocinaron, cosieron nuestra ropa que no se podía comprar, regalaron con dulces o tortas caseras y por si fuera poco todo ello, habían aprendido los primeros auxilios, esa batería de curaciones que si no pasaba a mayores no llegaba a una visita al médico del dispensario, como se llamaba a la sala donde un médico y dos enfermeras se hacían cargo de la salud del pequeño poblado.
Y sobre todo recuerdo de aquellos tiempos remotos, el rostro moreno de mi madre, con sus profundos ojos oscuros mirándome con infinito amor, como para hacerme saber que mientras ella estuviera, nada malo podía pasarme en los más crudos momentos de los tiempos reales.
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