CONTRATAPA
› Por Miguel Angel Gavilán
Trabajaba en una dependencia de Tribunales. Sus funciones allí consistían en indagar a ladrones y a prostitutas, en resolver la libertad de los desconocidos, en arrimar algo de verdad donde todo resultaba dudoso y cerrado. Completaba escritos sin interesarse en aquellas fojas desleídas en las que alguien con autoridad decía qué se debía hacer para preservar el orden y la calma. Confiaba aún en que la vida estuviera en otro lugar, lejos de los escritorios, de las persianas que retenían el sol afuera para que no sofocara el tedio.
Sin querer, se vestía de amarillo cuando llovía, y usaba ropas oscuras en los días buenos. Regresaba caminando, después del trabajo, a su departamento de dos dormitorios, bien ubicado, cerca de una plaza, donde mujeres en chinelas alimentaban pájaros y perros. Desde el balcón alcanzaba a ver la fuente de los cupidos, unos árboles y las nubes.
Vivía sola. No había puesto demasiado empeño por cambiar su soledad. Y con el tiempo las compañías le despertaban temor. Se convenció de que no precisaba otras manos para lavar las tazas sucias del desayuno, ni otra voz a quien consultarle el color nuevo de las paredes. Ella podía con eso. Inconscientemente, presagiaba que compartir los actos relevantes de la rutina, volverían una calamidad su autosuficiencia confortable.
Sin embargo buscaba agradar a los extraños. Se maquillaba mucho en un espejo dorado que había heredado de su abuela. Remarcaba sus labios finos, lo mejor que tenía, y trataba de agrandar sus ojos pequeños como puntazos de clavo. Con los años, el pelo se le había ido callando de brillos, hasta ser una cresta oscura que ataba con pañuelos. Nunca le dijeron bonita; nunca valoraron su pobre hermosura sin cariño; nunca notaron las pocas armas que esgrimió para seducir. Aprendió a leer su rostro con la indiferencia administrativa de quien mira o ratifica un artículo del Código Penal que debe cumplirse.
Nunca se animó a quererse.
A veces recordaba aquellos días en que pretendió saberse linda y se tentaba con nostalgia. Una chica tímida en medio de un curso de varones. - Algo de escote para provocar-, le aconsejaba una amiga y ella se cerraba la camisa, como en defensa.
Comía pocos alimentos enlatados; dormía de costado, orientando los ojos a la ventana para vigilar sombras de la calle y miraba películas mudas que compraba en un puestito de la plaza. Aunque odiaba las telarañas, las dejaba desarrollarse en la pared para poder atraparlas con más facilidad con el cabo de la escoba, al hacer la limpieza. El perfume de las fresias le devolvía la escuela y el verano. Usaba dos anillos que no se sacaba ni para bañarse. Uno, con piedras, y el otro, de plata. Detestaba descongelar la heladera y ordenaba la ropa por color en los tres estantes del placard. Le gustaban los juguetes de madera y los abrigos envueltos en fundas de nylon.
Se llamaba Adela. No tenía hermanos, ni primos, ni parientes. Sólo su madre internada en un geriátrico a la que veía una vez por mes. No se reconocían. La madre, por estar envuelta en la alternante inconsciencia del Alzheimer; ella, por su rechazo a la uniformidad que daba la vejez: todos camisones grises, todos pelos canos y alborotados. La madre la recibía sentaba en una hamaca y se dejaba besar por su hija. Se miraban sin entenderse, entibiadas por el sol de la tarde. Finalmente se despedían, apuradas por volver las dos a su realidad, tras la visita. Al salir, una enfermera le hablaba de los medicamentos, de que los estudios el último mes le dieron perfectos, de que viviría muchos años su madre.
Adela quería capturar la frescura del parque del geriátrico. Cada mes las matas de poleo estaban más verdes. Imaginaba lo cómodo que debía ser recostarse en ese césped, tan cuidado y tibio.
Pero jamás se atrevió a dormir a la intemperie.
- Eso no es para todos...-, murmuraba.
El leía el diario en el bar de Tribunales. Comenzaba por los suplementos de deportes y seguía por el de modas. Siempre así "Deportes" y "Moda". No cabía para él otra manera de abordar el diario. Tampoco nunca había ensayado nuevos recorridos. En el suplemento de deportes se interesaba por el fútbol; en el de modas, por las notas de corazón. Se reía solo con ellas. Era su momento de ironía y regocijo.
Pedía un café con medialunas y se limpiaba las manos con una servilleta porque le sudaban copiosamente. Después desplegaba el diario en la mesa y esperaba a que el mozo le trajera el pedido. De vez en cuando, alzaba los ojos hacia la calle. Algún abogadito joven tropezaba en la escalinata de Tribunales y se le caían los escritos. Entonces lo invadía una ternura equívoca, como de aquél que ya pasó por esos golpes.
Desde sus primeros años, todo resultó a los tumbos. Nació asfixiado tras un parto difícil en la chacra donde vivían sus padres. Los médicos, y luego los maestros, les habían dicho que no esperaran mucho de ese hijo. Que era lento, que no tenía luces suficientes para hacer ni siquiera la escuela primaria. Conmovida por tal vaticinio, quizás culposa, su madre se dispuso a prepararlo para ser alguien. Fueron tardes interminables de estudio en la casa de barrio sur que olía a almidón y a plantas recién regadas.
La rutina era estricta y afinada como un instrumento de cuerdas. A la una almorzaban ligero. Ni bien el padre se iba a dormir siesta, su madre lavaba los platos y se sentaba con él a hacer los deberes. Cálculos básicos, oraciones diversas que chorreaban de los cuadernos tratando de ingresar estructuras ausentes a su cabeza de chico torpe, que tumbaba la taza al beber y se distraía con el zumbido de una mosca o con el volado de una cortina. Eso era hasta las cinco, hora en que pasaba de las manos de su madre a las de la señorita Carmona, una maestra jubilada que lo tenía bajo su yugo de aprendizaje perpetuo hasta las nueve de la noche donde regresaba a su casa, comía y se preparaba para la escuela, el día siguiente.
No recordaba haber visto una tarde con sol ininterrumpida en toda su infancia. Sí, los cuadernos y el gato gris de la Carmona durmiendo en la punta del tablón, reflejado en un espejo de marco dorado.
Así terminó la escuela primaria y pasó a la secundaria donde el procedimiento fue básicamente el mismo. Su madre, conjuntamente con un ejército de profesores particulares dispuestos en todas las asignaturas, cubría los flancos de una enseñanza imposible, destructiva, orientaba a sacar de él al profesional que, como único hijo de una familia de juristas, precisaba seguir la estirpe.
Su padre le mostraba los retratos de los parientes destacados de la familia, explicando cargos, prosapias, honores. Y él advertía con desdicha que no se parecía en nada a sus abuelos o a sus tíos jueces, todos notables sureños que hablaban latines engolados y citaban doctrinas. Algunos, desde las bancas del Congreso. Sin perder su orgullo, se esforzaba por pensar que se trataba de una cuestión de tiempo.
Como era de esperar, sus comienzos en Abogacía fueron ruinosos. Rendía y erraba sistemáticamente hasta los parciales más impresionistas. Empero, y a pesar del fracaso en los exámenes, el estudiante ponía voluntad para no caerse.
Pero la tarde en que, vaya a saber por qué meandros del agotamiento o de la rabia, se desmayó en la puerta de su casa, lloró por primera vez su mediocridad fatalmente reconocida y, tras las lágrimas, se hundió en un silencio de derrota. Su padre lo miró con indiferencia y dijo que era un negado como toda la familia de su madre, que a él no salía.
Esta afirmación desencadenó una desarmonía inmediata en la casa solariega de barrio sur. Porque en los años en que habían convivido con las limitaciones intelectuales de su hijo, ni el padre ni la madre se atrevieron a personalizar causas, desnudando razones y arriesgando responsables para el retraso de su vástago. Como siempre la solución llegó por su madre. Recurrió a una prima del campo, que tenía un hijo de la edad del suyo.
Un sábado llegó Darío. Sin remilgos, se reía con fuerza y golpeaba el hombro que tuviera a tiro, cuando percibía algo sospechosamente chistoso en el ambiente. La madre hizo la propuesta. Darío estudiaría Abogacía con su hijo, a cambio de una mensualidad fija que le alcanzaría para vivir en Santa Fe desahogadamente. ¿Su obligación? Que el primo del campo lo ayudara a terminar esa carrera del demonio y los dos se recibieran juntos. Darío aceptó y se quedó viviendo en la casa del barrio sur por más de diez años.
Cursaban de día y por la noche se adentraban en largas recitaciones de códices: artículo 33, artículo 34, "... la pena conminada en abstracto...", "...habrá sociedad comercial cuando dos o más personas en forma organizada...", y así.
Cuando a los dos les quedaba la tan ansiada última materia, el destino ejercitó su jugada más sutil y liberadora. Un accidente mientras atendía en la yerra terminó con la vida de Darío, aquellas únicas vacaciones de julio en que viajó al campo a visitar a la familia.
Lo velaron en la casa de barrio sur. Le pusieron un traje nuevo y las vecinas trajinaron largos responsos despidiendo al héroe.
El, que se llamaba Mauro, por miedo, por pereza, tuvo una conversación sincera y rotunda con su madre luego del cementerio.
- No voy a seguir estudiando.
Otra vez se reavivaron los diálogos apocalípticos. Su madre lloró y habló del desastre; lanzó al aire juramentos sin fuerza y la memoria de Darío fue convocada como un talismán, una deuda, o un premio para renovar el sacrificio.
- Hacelo por él que te ayudó tanto...
Pero no hubo vueltas. Su padre siguió diciendo que a él no salía, dando portazos ante la estupidez de su hijo. Y Mauro, sintiéndose libre por primera vez, tomó la calle, decidido a buscar trabajo de lo que fuera, para remontar su vapuleada valía.
Empezó a trabajar en una inmobiliaria que estaba justo a la vuelta de Tribunales. Un casi abogado que serviría para cobrar alquileres y pagar los impuestos de los dueños de otras casas como la suya, antes de que sucumbieran para dar lugar a torres cuadradas, constituía una carta de seriedad imponderable. También usó eso para crecer.
Primero hizo alquileres, después pasó a ventas. Resultó un buen vendedor de departamentos con vista a los boulevares y poca, escasa molestia de autos y colectivos. Hasta consiguió que la señorita Carmona adquiriera uno con dos dormitorios. La maestra, cuando fue a firmar la escritura, todavía se acordaba de su dificultad para redactar oraciones subordinadas.
Se hizo un nombre y la gente lo reconocía con afecto.
Al comprobar que la familia no había quedado tan mal parada con la decisión del hijo, sus padres se resignaron. De vez en cuando la madre tenía una frase referida Darío y con ella a su última materia; pero Mauro estaba embarcado en sus negocios inmobiliarios y ponía un gruñido sobre las indirectas.
En sus ratos libres hacía almácigos de hierbas y tenía buena mano para las fresias. Comía bombones de fruta con debilidad de esclavo, miraba poco televisión y alguna vez pensó en dedicarse al armado de juguetes de madera. Pero se desalentó ante los rigores de su inmobiliaria. No quería distraerse de lo que hacía mejor.
Por la mañana desayunaba en el bar de Tribunales como un jurista más, sin perder la distinción y tratando de ver a esa morocha tan distante que pasaba por la vidriera, como arrebujada en su abrigo, que desviaba los ojos al comprobar que él estaba ahí, semioculto entre diarios y medialunas.
Adela, tras la última visita a su madre, sintió que algo andaba mal en su cuerpo, que tantos años sola la estaban volviendo bruscamente otra, sin querer no era ella la que se pintaba los labios ni la que se vestía de amarillo con la lluvia.
Y mientras subía al taxi, pensó en el gordito de la inmobiliaria que siempre estaba ahí, en el bar, esperando que ella pasara para inclinar la cabeza en un saludo. ¿Y si probaba?, se dijo. Otro más ¿qué podía pasar?, tantos intentos fracasados. Un jefe que la invitó a salir y que la tuvo de amante durante años.
- Es casado y los casados nunca se arriesgan, ¿viste?-, repetían las amigas con razón. ¿Y ese estudiante de Derecho que se murió después de la segunda cita? Darío era, sí, Darío. Después, nada. ¿Por qué no probar?
Cuando su madre comenzó a perderse, a terminar en el baño lo que empezaba en la cocina, Mauro consideró internarla. Le daba lástima, se pasaba horas abrazándola, como si dándole calor a esa cabeza blanca, fuera suficiente para que la madre recta y exigente que él amaba, volviera de su chocheo, a recordar a destiempo, lo que ya no servía, lo inoportuno.
- Hay que poner el fuego para que no haga frío...-, la oía decir.
El salía rumbo a la inmobiliaria y la dejaba, hablando con alguien en la cama, ni perdida ni cuerda, en el borde desvalido de la incoherencia.
Hasta que prendió fuego la cocina y parte del lavadero. Ahí supo que su madre había terminado, que esa mujer que velaba, hablando con los muros, no era ya su madre. Se comunicó con el geriátrico y arregló el ingreso.
La iba a visitar los domingos pero ella no siempre lo reconocía. Contadas veces se paraba señalándolo con un dedo de uña recortada a lo varón y le decía que terminara la tarea para mañana, que los días vuelan y no hay futuro para los vagos.
En una de esas visitas, vio que otra interna le sonreía desde un rincón de la sala. Mauro había llevado bombones de fruta pero su madre no los quiso. Entonces él se acercó a la otra mujer y le tendió la caja. Ella lo miró con parsimonia, unos ojos muy azules como pozos de agua que brillaban. Tomó un gajo y se lo llevó a la boca.
- Que no se pinte tanto... le queda mejor así...-, secreteó la anciana. Otro domingo, Adela fue a pagar el asilo y estuvo un rato con su madre. La peinó como nunca hacía y le arregló los cabellos con invisibles nuevos. Le habló del gordito de la inmobiliaria, de que no estaba tan mal tener a alguien en sus noches, no para compartir la vida, sino más bien para los sueños, las películas de Max Sennett que dan ganas de comentarlas y, por qué no, las tazas sucias en la pileta de la cocina.
Cuando se estaba yendo, vio que otra mujer le hacía señas. Incómoda al principio, ratificó que estuvieran las tres solas.
- ¿Sí...?
Casi rozando su oreja sintió un balbuceo.
- Dígale que estoy orgullosa de él.
No se sabe cuándo se encontraron. Si a la mañana siguiente, o varios meses después, cuando las nubes ya tapaban las coincidencias. Adela dejó los expedientes en la mesa de entradas de su Secretaría, dijo que salía un momento y se fue al bar, con paso rápido, arropándose en el piloto amarillo porque llovía. Reconoció el traje gris de Mauro. Como siempre él estaba desayunando, absorbido por las vicisitudes de una pareja de actores vernáculos en pleno divorcio y con el pocillo lleno de migas.
- ¿Puedo hablar con vos dos segundos?
Mauro asintió sin dudarlo.
Adela trajo una silla y pidió un café. Se hizo un breve silencio que ella aprovechó para soltarse un botón del impermeable porque hacía calor a pesar de la tormenta.
- Dice que...-, empezó, pero Mauro la paró con la mano abierta.
- Antes que nada tengo algo, para que se lo lleves vos la próxima vez.
El arrimó una caja de bombones de fruta sin esperar agradecimientos. Después lanzó la aclaración con firmeza, para que ella la tuviera en cuenta: No te pintes tanto. Te queda mejor así...
Adela le hizo lugar al mozo que traía el pedido y mientras Mauro cerraba el diario, ensayó un gesto coqueto en el espejo del bar.
- Está orgullosa de vos... me dijo que te lo dijera...-, se apuró ella para que él no se espantara, ni creyera que estaba indecisa.
Mauro, que no supo qué responder, extendió las manos hacia esas otras que lo esperaban.
Afuera el cielo seguía cubierto de nubes.
Ninguno sonreía.
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