Sáb 10.11.2012
rosario

CONTRATAPA

La empleada municipal y sus cuatro dragones

› Por Miriam Cairo

Atesora.

La vecina de enfrente ha criado cuatro dragones azules. Ahora encontró trabajo pero no los ha abandonado. Los deja encerrados bajo cuatro llaves cuando se va a trabajar, sea de día, sea de noche.

En la oficina, tiene que hacer toda clase de memorias e informes, y tomar los reclamos de las ciudadanas y los ciudadanos comunes que no saben cómo criar dragones.

Trabaja.

La vecina trabaja, trabaja como una máquina hasta que se tilda. Los ciudadanos y las ciudadanas que van a la oficina de reclamos son incapaces de darse cuenta en lo que ella anda cuando no anda en sus reclamos.

Alejándose de presumir si volar alto o más alto, si aspirar la más transparente tensión de aire, no duda en meter en un dedal los desvaríos de las quejas, a la vez que distrae las mermas de confianza en su intendente recordando los abusos afectivos de sus dragones que no quieren dormir si no les pone un dedo en la boca.

Rememora.

La vecina tiene un vestido color lavanda, hecho con sus propias manos de criar dragones. Lo ha bordado con pequeños corazones vivientes y cristales blandos. Una emoción inmensa crece en todas las cosas que la rodean cuando se va al cine o a la costanera con su vestido bordado.

A veces regresa sola a su casa y a veces también. Entonces se pregunta si es cierto que está criando cuatro dragones azules. Trata de recordarlos porque sabe que si no lo logra le esperan largas noches de búsqueda entre las fotografías de un álbum prohibido.

Cuando no recuerda se pregunta por infinitésima vez cómo son de azules sus cuatro dragones. Hasta que unas briznas marinas comienzan a flotar por sus ojos. Así pueden ocurrir algunas cosas. A veces, no sabe qué hacer con esos dragones que no recuerda, ausentes por completo en su memoria. A veces, escucha el rumor azul en el interior de las paredes, a veces sólo recuerda ocho ojos que la miran, luego un rugido ensordecedor y un golpe seco de pezuñas contra el piso le devuelve las cuatro crías dulcísimas y espeluznantes.

Alboroza.

Su confusa idea sobre los días y las noches no la deja dormir, o duerme cuando los otros no, o duerme cuando nadie diría que eso es dormir. Antes miraba fotos de sus futuros dragones, ahora mira fotos de los dragones que no recuerda para alborozar el olvido. Ha escondido algunas entre los expedientes de la oficina, para distraerse mirándolas a la hora del almuerzo. Son reales, suele decirse a la hora del almuerzo, cuando todos los ciudadanos detrás del mostrador se quejan porque las empleadas vayan a comer. Siempre lo mismo dicen los ciudadanos. Pagamos los impuestos para que ellas se vayan a comer. Algunos ciudadanos pagan demasiados impuestos entonces empujan el mostrador y aparece el guardia de seguridad, con su uniforme azul oscuro, más oscuro que el átomo, y se pone él mismo a recibir quejas que no irán a ninguna parte. Los ciudadanos comunes no saben que mi vecina es una ciudadana común aunque críe dragones.

Concibe.

Lo cierto es que esos cuatro dragones le parecen caídos del cielo. Basta solamente que levante los ojos hacia el cielorraso para ver cuatro mosquitos grises que le hacen pensar en sus cuatro dragones azules caídos del cielo. Cuatro dragones mordiendo los pétalos de su rosa. Basta que escuche las quejas del vecino que paga demasiados impuestos para recordar la pesadilla en la que un hombre cae al suelo con convulsiones y ella piensa que se va a morir en su propio sueño, pero, sin embargo, de la boca le sale un huevo blanco, primero, y luego otro y otro y otro. No puede contarle a nadie ese sueño porque para cualquiera sería un vómito lo que en verdad fue una límpida parición multípara de cuatro huevos blancos de color azul.

Alumbra.

Consulta su reloj que se abre y hace aparecer una hermosa niña con dientes de lobo y cola de sirena. La niña le muestra los quince dedos de los diez minutos que pasaron de su horario de almuerzo. Vuelve al trabajo. Vuelve a registrar una queja por minuto. Si fuera más veloz entrarían dos quejas por minuto y las estadísticas se irían al diablo.

Es un trabajo estremecedor. La señora de falda larga hecha de colas de cocodrilos hace un reclamo que va en la columna derecha. El hombre con sonrisa hecha de caparazones de cangrejos hace un reclamo que va en la columna del medio. La dama con un vestido de escamas de pescado hace la queja que va en la columna de la izquierda. Un polvillo de azúcar invisible sobre las frentes de los ciudadanos y las ciudadanas les da una blancura cándida a los gestos ariscos. Las cabezas de sus dragones son nubes, sus bramidos, música. Sus patas de plomo casi vuelan. Sus colas emplumadas alumbran en la oscuridad.

Flota.

Ella borra las huellas de los dragones azules cuando los saca a la vereda y los sienta a la orillita del cordón para que cuelguen las patas. La gente que pasa no dice nada porque los dragones no existen y si no existen creen que no los pueden ver. Pero, por si acaso, ella borra las huellas, para evitar posibles rumores.

Mi vecina, montada en sus cuatro dragones azules ha dado varias vueltas alrededor del sol y pasa sus vacaciones de enero, incluso cuando se las dan en noviembre o cuando no se las dan porque no le corresponden, en los mares de la luna, donde la arena no le entra en los ojos y puede flotar a toda hora, dentro o fuera del mar, dentro o fuera de la memoria. Mi vecina ha hecho lo que hiciera yo teniendo cuatro dragones.

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