CONTRATAPA
› Por Miriam Cairo
Mi amiga hace otra media vuelta hacia el interior de la noche. Saca un cigarrillo y se lo coloca en la boca, pero sin encender. El pájaro de cuatro pies que pinta sobre un lienzo de aire da dos pasos tristes. Bajo la ventana de la izquierda un hombre con alas, echa la cabeza hacia atrás. Miro todo detenidamente. A simple vista, no hay rastros del ropero en el que quedó encerrada en la infancia.
En la calle se escuchan aullidos y golpes. Miro desde la ventana con los ojos del pájaro de cuatro pies y media ala. Muchos de nosotros no estamos preparados para la locura de este mundo, dice mi amiga que dibuja su silencio remoto. El pájaro no suspira pero muerde los pétalos que tiene entre los dientes.
Si mi amiga llegara a descubrir que su silencio tiene raíces y cuerpo, definitivamente se volvería un fantasma. Sin embargo, la fuente del silencio desdice, con su fluir, la raíz y el cuerpo. Lo que ocurre fuera de su mundo es bello y es terrible, pero más bello y terrible es cuando lo de afuera entra en su mundo.
Mi amiga dice, estoy sobre el cuadrante de la hora viviente y diciendo esto se inclina sobre el pájaro de cuatro pies. No sabe si pintar sobre los hombros del ave la carga del destino o el rumor de sus alas. Mueve las manos en el aire y el dibujo se hace música o sueño de un pájaro muy rubio. Ni el más perspicaz de los dioses o de los carceleros podría distinguir el sueño del pájaro de su propio sueño.
Cuando no sé dónde estar, cuando el ruido de la calle es tan fuerte que eclipsa la voz o las tormentas, busco a mi amiga dragona, borracha de colores inexistentes. Vista de reojo parece la pasajera del eterno retorno, vista de frente, es una densa marea liviana como el aire. Hay muchas flores, hoy, dice mi amiga. El cigarrillo se enciende solo. Se fuma solo. Se muere solo. El cigarrillo tiene el olor del amante al que ella siempre vuelve.
El pájaro despide limos jabonosos sobre una estría argentina transparente. Si hubiese cruzado las fronteras hacia un lugar más cómodo, mi amiga jamás habría pintado la remota nube en la cabeza del pájaro. No fumaría su amante envuelto en papel de cigarro. No pintaría el sueño que se llama un lugar para nosotros. Otra vez mira por la ventana. La mirada retorna a lo irretornable. Risa breve, noche larga. A veces deja abierta la puerta de los tifones, a veces la puerta del tren que la mata de una estación a otra. Si no abriera esas puertas pintaría cualquier otra cosa, menos un pájaro de cuatro pies sobre el lienzo del aire.
Mi amiga pasa la mano por la frente y dibuja una lámpara de kerosén donde guardar la luna. Súbitamente pinta los ojos inalcanzables del pájaro paseándose por las calles de la ciudad trastornada de gente. Frota la cabeza de un fósforo, la cabeza de un estambre, la cabeza de un hombre, la cabeza de un alfiler, la cabeza de un decapitado. Ese pájaro ve cosas que el amante no puede ver porque perdió la cabeza en su sexo pupilante. En qué pensará este pájaro mientras lo pinto, dice mi amiga en un momento en el que el pájaro de cuatro pies no sabe si caminar o tropezar, si beber el líquido que ella todavía no ha inventado o tragar la nube que no puede beber.
Afuera es el tiempo de la gente con su alarido, sus embates sin color ni forma. O con una forma y un color que no han sido dibujados todavía. ¿De qué espesor será su queja? Mi amiga pinta una mujer sin manos sobre el lomo del pájaro. Señala con un dedo invisiblemente tembloroso la muchedumbre que enloquece en las calles. Para que su temblor no deje de pintar esa bella constelación de difuntos no cierra la ventana. Dice que hay gente que no conoce el coche negro del color negro. Mientras habla viaja por Cholen en un carrito tirado por un chino. Luego sube al colectivo amarillo y desciende en la esquina de su casa. Sigue a pie por las orillas de un río. Abre la puerta de una habitación extranjera. En todos lados hay mujeres y hombres de este mundo. En todos lados un poder lucha contra otro poder sin abolir los poderes.
Mi amiga pinta cosas diseminadas a los cuatro vientos pero su núcleo, el ropero en el que quedó encerrada en la infancia, permanece inalterable. Ella pinta la luna en una lámpara de kerosén y está encantada. Todo el cuadro de la vida entra en la lámpara de kerosén. Lo que no entra es el resto, es lo que se le escapa al pájaro de cuatro pies. Nada que ver con nosotras, dice mi amiga, que tuvimos la misma idea en el mismo instante. Nosotras, media vuelta al interior transferido por las estrellas cabeza abajo.
Comemos unas pastas a bocados intermitentes. Breve niebla. Podría pintar un cuadro prescindiendo del cuadro, dice mi amiga, cómo si yo pudiera no creerle, como si esto no viniera ocurriendo desde hace años. Ha sido rechazada en todas las academias. No hay galería que la invite a exponer por el viejo prejuicio de lo visible y lo invisible. Siempre hay un poder que rige sobre otro poder. Pero no por eso ella deja de pintar el crepúsculo que sostiene un silencio mordaz en la boca.
Definitivamente, dice mi amiga, es hora de pintar el alma de los funámbulos dentro de un huevo de urraca. Y se cierran otra vez las puertas del ropero de la infancia. A mi amiga le hace falta la memoria del encierro para soltar las alas.
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