Vie 07.12.2012
rosario

CONTRATAPA › EL BOTE

El Perro

› Por Beatriz Vignoli

El come en la cama. Come una pata de pollo frío con la mano mientras mira el partido. No entiendo por qué le gustan tanto los partidos de fútbol. No hay ficción ahí, le digo. No hay metáfora. Le gustan precisamente por eso. No hay nada que entender, me dice el Perro, un cuarto de hora después, con la boca llena de torta de chocolate. Nunca habrá suficiente chocolate en el universo para el hambre canina de chocolate del Perro. Si el universo fuera de chocolate, se lo iría comiendo planeta por planeta, como si fuesen confites. Sus películas favoritas de la niñez rebalsan de chocolate. Soñaba, de chico, con muros hechos de ladrillos de chocolate en casas de verdad. Soñaba con devorar casas enteras. Un pecado infantil: en 1982, se robó cuatro chocolatines que eran para los soldados. Se los comió. Le dio mucha culpa, pero se consolaba pensando que de todas maneras no les hubiesen llegado. Me lo confiesa con la boca llena de migas, en la siesta central de un fin de semana largo que ya no sabemos qué sentido tiene ni nos importa.

Poné una película, le digo. Una de acción, una de tiros. Hace zapping y ahí está King Kong. El rostro suavemente entristecido y levemente imperfecto de Adrian Brody es de una belleza compleja, como la de un perfume caro. Una belleza urbana y sofisticada. Brody es un modelo de publicidad de perfume, suelto en medio de la selva. Mira con menos miedo que tristeza a los gigantescos dinosaurios que están por devorarlo. Huye de los dinosaurios que lo persiguen, siempre con esa máscara de pena exquisita. No lejos de allí, en las garras del gorila gigante, una Barbie viviente se arranca un colmillo de su collar, ataca al gorila y huye: no quiere morir como las otras, cuyos esqueletos están diseminados alrededor. Los salvadores están acercándose. Brody observa los huesos de las mujeres muertas como si se trataran de esbeltas ruinas griegas. Yo empiezo a lamentar por anticipado el destino del pobre gorila gigante. El la quiere; a su manera, es un enamorado. Y lo van a matar. Para salvar a la Barbie que ni los necesita. Me da pena. Me da mucha pena. Siempre me identifico con los monstruos de todas las películas de monstruos. No soporto los finales tristes de las películas de monstruos.

Le saco al Perro el control remoto de entre los dedos engrasados y enchastrados. El plástico se desliza, lubricado por la grasa y el dulce. "Era mejor la primera", gruñe. Pongo un dibujito. Pongo el Coyote. Me saca el control. Pone el partido. De nuevo.

Pará de comer, bulímico de mierda, le digo y se enoja. Le digo "gordito" y se enoja.

Come en la cama. Come conmigo. No quiere comer solo. No come con nadie más. No quiere que yo coma con nadie más. Dice que soportaría verme coger con otro y que a lo mejor hasta le gustaría, pero que si me viera comer con otro le daría un ataque de celos.

Le busco Rolisec en la cocina. Empezamos comiendo en restaurantes, al mediodía. Sospecho que si siempre pide pastas en los restaurantes es porque en su casa no le dejan comer pastas. Imagino a una madre prohibiendo carbohidratos, contando calorías. El Perro odia a su madre. Me la imagino flaca, anoréxica, convencida de ser una belleza. Me la imagino como la Barbie de la película, pero morocha. De cabello lacio. No lacio natural; lacio alisado. Negro azabache teñido. Me gustaría conocer a la madre del Perro. Lo único que sé de ella es que le gusta leer y que le plancha las camisas. A lo mejor fue por eso que me gustaron siempre tanto sus camisas: más que camisas eran una caricia, había en su lisura de algodón algo como el pelo de un cachorro al que su madre lame.

El Perro se limpia con el papel que le traje de la cocina y me dice que quiere mostrarme algo. Ha grabado en su teléfono un video de la última camada de ovejeros alemanes de su criadero, al que se dedica en los ratos libres que le deja el estudio jurídico. Después de lavarse las manos y sacarse hasta el último resto de suciedad, me muestra el video de los perritos: miro cómo la mamá perra lame con insistencia a uno de sus cachorros y me pregunto qué del instinto le impide comérselo, cómo sabe que no es presa y es cría.

El Perro está nervioso. El martes va a tener que ir a la comisaría. Odia la comisaría. Primera entrevista con un cliente. Un tipo que mató a su mujer, me dice. El Perro está furioso con su socio. Antes, el socio agarraba los casos penales y de familia y le dejaba los civiles. Esta vez no, esta vez el socio no quiso saber nada con ese cliente y se lo pasó a él. Un tipo que le metió tres tiros a su mujer, dice el Perro. La mujer agonizó, agonizó, agonizó y al final se murió, dice el Perro. Lo loco, dice el Perro, es que en su agonía tuvo un momento de lucidez en el que lograron reconciliarse, pese al arresto domiciliario de él -﷓que se lo había conseguido, por discapacidad, el defensor del pueblo, su defensor hasta ese momento-﷓ y a que el padre de ella montaba guardia día y noche para protegerla del marido violento. Ella le perdonó todo, lo llamó, volvieron a hablarse, un día parece que él no atendió el teléfono y que justo ese día ella se murió. O se mató. Ahora él está preso en la comisaría. Preso, viudo y hecho un despojo humano. No deberían tenerlo ahí pero tienen miedo de lo que le pueda pasar, dice el Perro. La historia es terrible pero al Perro lo que más le preocupa es qué corbata se va a poner el martes. Y me muestra una corbata, una corbata de seda que le regalaron. No tiene la corbata, la corbata está en su casa; me muestra la foto, en el teléfono. De segunda mano; nueva. Se la regaló la viuda de un coleccionista de arte que hacía negocios con él. El tipo nunca alcanzó a usarla. La mina, artista plástica; una locura para cuarenta, dice el Perro. ¿A vos te parece que esta corbata es del color exacto del cielo al amanecer?

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