CONTRATAPA
› Por Miriam Cairo
Sé demasiado sobre mí misma.
Sé todo lo que no sé sobre mí misma. No saber es lo que mejor hago, a veces.
Qué hermoso es este paisaje. Si una flor me llamara por mi nombre, acudiría. Estas rocas nacaradas, este musgo blanco, esta polución celeste, estas partículas estáticas, qué hermoso es este paisaje. En los pozos se oyen croar las ranas de la luna a esta hora de la noche. Más de una vez me ha parecido que flotaba, en el aire lunar, un olor a fieras terrestres. Sé que si doy curso a mis lucubraciones la fiera me devorará. Sé demasiado sobre los posibles de los imposibles.
Aquí hay muy poco ruido, muy poco aire y mucho espacio.
Extiendo el brazo y acerco una estrella o caracola. Abro el libro o la memoria mientras lucho con los mínimos remolinos de atmósfera que me quitan las páginas de las manos. Acerco la estrella un poco más como si fuera una lámpara. Me demoro un rato en esta ilusión. No se me quitan los hábitos terrestres. Lejano como una invención veo el viejo planeta flotando en una gigantesca y cósmica taza de café.
No hace ni un mes, ni un año, ni un minuto, pensaba que jamás llegaría tan alto, o tan lejos, o tan adentro, hasta que vi aquella mujer subiendo una escalera de hierro o lana. Cuando llegué, pensé que la iba a encontrar aquí, pero no fue así. O mejor dicho, sé bien que esa mujer fue producto de mi imaginación porque es imposible llegar a la luna desde una escalera de lana, menos aún de hierro, por eso saqué un boleto en el Estrella del Norte.
Al principio el paisaje del cielo ocupaba toda mi atención, pero al cabo de unos días, minutos, o años, el paso de los cometas resulta tan habitual como mariposas en el jardín. No menos bello que mariposas en el jardín. Ni menos milagroso. Ni menos excitante.
Es cierto que el viaje en micro es muy largo. Por ello lo elegí. No hubiera tenido ningún sentido tomar un avión o un cohete espacial para llegar antes. Sé demasiado sobre mí misma, me gusta el tiempo de llegar.
El viaje fue largísimo. Atravesamos rutas desoladas, ciudades histéricas, valles apacibles, montañas crujientes, pueblos remotos, selvas hervidas al vapor.
El micro se detuvo por primera vez en un parador del desierto. La gente se agolpaba en el mostrador para sacar su ticket de comida rápida. Sé demasiado sobre mí. Nunca comeré rápido la comida rápida. Aquí, en la luna, puedo tardar dos o tres días en comer, mientras disfruto de la vista del paisaje con su vegetación plateada, cubierta de un polvillo estelar que al paso de los meteoritos desprende infinitos destellos dorados, violetas, azules. Son las flores de la luna. No menos bellas que las flores de mi jardín. Ni menos milagrosas. Ni menos excitantes.
Desde muy temprana edad mis pensamientos me han llevado a los alrededores de la luna. Diría que para nadie fue una sorpresa mi viaje. Por supuesto, todos coincidían en que era un recorrido demasiado largo para hacerlo en micro.
El viaje a la luna fue como todo viaje en colectivo. En cada pueblo, desierto, calabozo o ciudad, descendían los pasajeros que llegaban a su destino y el coche se volvía cada vez más liviano y aéreo.
Por las noches, en la luna hay luciérnagas y grillos ensordecedores. No menos brillantes que las luciérnagas del bosque ni menos bulliciosos que los grillos del estanque de mi memoria. Sobre los altísimos árboles transparentes, duermen las grullas provenientes de las llanuras de Rusia. Otra vez cometo el error de pensar que esas enormes flores blancas son grullas procedentes de la llanura. Me conozco bien. No se me quitan los hábitos terrestres.
A medida que el viaje se prolongaba, el aire se volvía espeso. No hace falta que lo describa. No hace falta hablar de ciertas cosas. Uno llega a la luna y nada más. Como una habita la tierra y nada más. Lo cierto es que a cierta altura del viaje, cuando había pasado el tiempo suficiente para llegar, el chofer se detuvo, en medio de una oscuridad nebulosa y resplandeciente. Hasta aquí llegamos, dijo el guarda, y apretó el botón con el que se abrió la compuerta del colectivo o nave espacial. Comencé a caminar. A medida que avanzaba iba perdiendo peso. Rayos cósmicos iluminaban el camino. El viento solar me agitaba el cabello. Caminar o flotar, eran lo mismo.
Al principio del camino me entretenía haciendo comparaciones, entre el tiempo terrestre y el tiempo sideral. Entre el ecuador terrestre y el ecuador lunar. Entre los mares de la luna y los ánimos terrenos. Durante mucho tiempo, ya establecida en mi nuevo hogar, hice lo mismo. Pero ahora me dedico a otras cosas. Pienso, por ejemplo, que sé demasiado sobre mí misma. Que me basta una cabeza de alfiler para vivir. Que en una cabeza de alfiler pueden entrar dos o tres universos, un jardín botánico, un laberinto, una cordillera, dos minotauros, todos los colores, todos mis libros, todas mis flores. De un tiempo a esta parte sospecho que la luna en la que vivo y desvivo está dentro de uno de los universos que giran en la cabeza de alfiler que desde siempre habito.
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