CONTRATAPA
› Por Dahiana Belfiori
Hacía eternas lunas y mareas que no veía un cielo tan cercano. Tan nítido en sus celestes y en sus blancos. Ella, que traía el mar en cada rulo de su pelo, y que cuando se peinaba desparramaba arenitas, sales y caracoles que caían ruidosos sobre floreros y mosaicos; ella, comprobaba aturdida que nunca había percibido el poder de los soles de altura abrazándose generosos a follajes, pastos, ranchos y animales con la misma intensidad y a cuatro mil metros sobre el nivel del mar. El mar. Ese, que sentía tan suyo y tan lejano en este paisaje demasiado extranjero de su cuerpo, acostumbrada como estaba al agua que rompía de igual modo y con la misma persistencia en las rocas de la costa y en las personas. Pero sobre todo, era inevitable que le atravesara la cara un gesto de asombro ante la calma de aquel lago transparente y firme, compacto, sellador del eco silencioso del amor entre montañas. Pensaba que en el mar eran imposibles secretos como esos: el viento se encargaba de esparcirlos por la costa y luego se adherían a la arena que cada ojota turista transportaba vaya a saber a qué tierras. En el mar el amor era público, obsceno, lujurioso. Hasta las caracolas vacías de vida, encerraban en las capas más profundas y dolidas de nácar todas las pasiones del azul oleaje y, como viejos chismosos, se encargaban de hacer circular sus historias en cada oído desprevenido.
Este verano había decidido huir del mar para conocer otras geografías. Subir al colectivo le había costado años de deseos y un cúmulo de miedos ventilados y enterrados. Sin embargo se había arrojado a la aventura, armada de un anotador y una cámara fotográfica con la firme convicción de no perderse ningún detalle significativo. Así, temblorosa y nostálgica, transitaba ajenidades y se dejaba arrollar por los sentidos. Pisaba el suelo imaginado y le costaba llenar de aire los pulmones: tanto cielo no le entraba en el aliento. Es que, y no dejaba de sorprenderse mientras registraba en su libreta, en la tierra en que se cultiva la sagrada hoja de coca, el cielo no se besa con el mar en la línea del horizonte. Lo ocupa todo; es el horizonte mismo haciéndose infinito en su presencia. Ella supo en la extrañeza, con la certeza que sólo imponen las cosas inexplicables, que la atracción que sentía por aquellos cielos era la misma de los atardeceres marinos del Pacífico. Chile y Bolivia se hermanaban en su pecho y fluían en el sonido de quenas navegantes de los cerros. Música del cielo, compañera de mujeres amantes de la tierra que bordea el Titicaca.
Ahora, ella camina por la isla y observa con reverencial respeto cómo las mujeres toman de la tierra lo que la tierra les ofrece. No fuerzan, no producen: esperan y escuchan el ritmo lento que germina en cada yema que será hoja o flor. La flor dará fruto, y la hoja, el fruto y la flor serán alimento, abrigo y belleza en cada casa y en las calles del pueblo más cercano, cuando bajen cargadas de niñxs y colores, para compartir el silencio de sus pensamientos. Escribe en su libreta: Mujeres, cuerpos de mujeres. Mujeres cosechando, mujeres pastoras, mujeres en el mercado, mujeres tejiendo, mujeres bailando en las calles. En silencio y vociferando. Bolivia es mujer, y mujeres. Mujeres que luchan. Con todos los colores a cuestas, y a cuestas lxs niñxs. Mientras viven, tejen el arcoíris.
De arcoíris están hechos los aguayos y los caminos. Ella los recorre mientras se va despojando de ciudades y llanuras, y va dejando un luminoso rastro de arena en esa tierra crespa sin ruido de mar. Sentada sobre una roca, contempla el lago y garabatea las últimas líneas antes de enmudecer por lo que reste del viaje: Tanta palabra para aprender la música del cielo. Tanta palabra para inspirar el silencio.
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