CONTRATAPA
› Por Víctor Zenobi
A M.F.
Z tuvo un sueño. Un sueño que le produjo un cierto placer siendo muy chico y que se repitió cuando vio un film en donde el héroe, mejor dicho el protagonista, que en la ocasión era un actor mestizo, Jeff Chandler, se ofrecía en sacrificio a los Sioux para evitar un derramamiento de sangre. Siempre recordaría ese final; era algo así como que la tragedia del héroe consolidaba la calidad del film y por consiguiente, la convicción en el nudo de su intimidad, que merecer la vida exige un sacrificio o un dolor que esté a su altura. Además, comprendió de manera misteriosa, puesto que no todo está allí en donde lo encontramos, que el dolor era una manera de sentirse justificado en el mundo. Por supuesto, esa vivencia, bordeando los meandros mortales de lo imaginario, tuvo sus efectos, un efecto un tanto extraño para quienes necesitan encontrar una explicación para todo. En principio una mesurada melancolía que se nutría de una cierta necesidad de pérdida, una pérdida de tanto en tanto frecuentada y que le suministraba una especie de suplemento cuando se sentía vacío y las vivencias se diseminaban como hojarasca que se amontonan en el borde de la acera, mientras pensaba de una u otra manera, que todo lo que tiene un comienzo también tiene o tendrá un final. Y tal vez anticipando ese final, curiosamente Z lo ejecutaba en el apogeo de su deseo, digamos en el momento en que más intensa era la relación especial que lo agitaba.
Así fue cuando María le despertó los sentidos con un beso tímido y misterioso por ser el primero, que le hizo sentir que la muchacha era la persona que más quería en la vida. Pese a todo, la relación no duró mucho o mejor dicho duró hasta que Z decidió que no había vivido lo suficiente como para merecerlo y así cortó. Pasó noches enteras llorando absurdamente por lo perdido y evitando el llamado que clausuraría el dolor y la pérdida. Trató de apaciguarse distrayéndose con algunos amigos, hasta que uno de ellos, le dijo: "Es extraño que quieras estar atado y desatado al mismo tiempo". Z recordó a Ulises amarrado al poste del navío y el canto de sirenas que tergiversaban el futuro.
Esa mañana, o unas mañanas más tarde, se despertó con la sensación calmosa y quizá un tanto grave de estar olvidando a María. Había recuperado el sueño de su infancia donde una mujer ancestral se fugaba y Z un tanto contrariado corría detrás de ella o de su sombra y tropezaba con un libro, cuyas páginas estaban en blanco, como si alguien hubiese borrado lo antes escrito para rescribir en un secreto palimpsesto, aún a costa de una íntima contradicción, que era posible morir sobre su papel. Fue imposible entonces obviar la vivencia de la vida como un incierto pentimento, el rostro de una mujer borrando a otra, un enunciado deformando una enunciación original, un sueño ocultando otros y la luz del atardecer desvelando un rasgo inadvertido que brillaba en las profundidades donde todo lo oculto se encarama para rodear las pulsaciones del deseo y los rodeos de la muerte que es el precio adecuado de la separación, la manera de estar distante de ese opúsculo brillante tan íntimo y tan cercano que produce un cierto escalofrío. El límite alcanzado antes del límite, el final antes del final y luego suspendido en los puntos suspendidos de la vivencia en la oración para dejar la vida misma en suspenso, en una continuidad agridulce que le deparaba la novedad del futuro, aun anticipado con el signo de una desventura como la de ser abandonado, dejado de lado en el deseo de otras demandas como tantas repetidas en la inmensa marejada de lo habitual y de lo cotidiano que suele pernoctar en el hastío.
En esos momentos sentía la extraña sensación de morir y revivir en la escritura de sus hojas, en las cuales a la manera de una polifonía resonaban discordantes muchas voces que se reunificaban en una sola, en su propia voz diferente de la exterior, renuente a la escuchada por los otros, una sola voz íntima y a la vez distante, derramada sobre una rara dispersión resonando en el afuera pero atenta a lo inescrutable, urdido fuera de lo visible y lo audible, en las reglas o en las coordenadas de lo infinitamente sucesivo o discontinuo.
De repente, su boca reseca le recordó la taza vacía entre los libros dispersos sobre el escritorio y extendió su mano debilitada por las sutiles operaciones de los sentidos... En su frente ardían ciertos signos leves de fiebre. Su madre entró en la habitación y con el gesto apesadumbrado le traía como si lo hubiera intuido una taza de té. Su madre joven, mostrándole que estaba viva, porque había logrado derrotar la agonía del tiempo. Y aunque siempre hubiese tratado de ignorarla, ahora era potente la reverberación de su voz: "Toma hijo. Ya pronto estarás bien... más tarde o más temprano llega el momento y el sueño es una hoja en blanco entre muchas otras que se pierden en el olvido". Al instante ella, o su sombra, se borró, aunque antes, girando su rostro, le insinuó con una triste sonrisa que volvería a dormir para siempre.
Trató de despejar su cabeza como se trata de despejar un recuerdo y al primer sorbo del té, que en los hechos sirvió su mucama, su fuerza retornó. Decidió salir y caminar unas cuadras por el amplio bulevar, con los auriculares en los oídos para acompasar cada paso con las cadencias de las canciones que siempre lo ataviaron. No necesitaba decirse a cada paso que buscaba entre los rostros de los transeúntes el rostro de otra María, una María que después de muchos nombres, ahora inútiles y prácticamente incomprensibles en función de lo que había vivido con ellos y a través de ellos, lograba una vivencia largo tiempo buscada y finalmente realizada.
Una mujer no esperada por él y que llegó hasta su puerta con el subterfugio de un pedido nimio y casi pueril que solo sirvió para que se encendiesen los avatares de su pasado y su necesidad de desalojar el desgano y la desidia. "No soy la elegida", dijo, con una insipidez y unas inocencia que lo dejaron perplejo y todo porque se sentía desdeñada por un ser execrable, y hasta tal punto esa razón se embozaba tras sus actos que hubiera abandonado todo para irse con él sin preocuparse por la consecuencias... Ese hombre sin respuestas, o mejor de respuestas sórdidas e irónicas como las que suelen esbozar quienes aman el poder, era capaz de despertar el amor en esa mujer de color sublime. Entonces... Z sintió acaso por primera vez la fuerza del equívoco, la incesante trama casi circular de encuentros y abandonos y por un momento se sintió perdido, pequeño bajo la tiniebla intentando retomar, aunque fuese a tientas, a algún camino bajo la luz oscilante, de los incomprensibles y continuos caprichos humanos. Pese a la rara sensación de un sueño Z creyó haberlo logrado porque esa mujer inesperada se atrevió hasta su puerta y misteriosamente Z sintió que era única, que era capaz de preservarlo pese a herirlo con el ardor de su saeta que deshacía los velos inútiles.
Durante un tiempo, Z creyó haber superado las engañifas de la voluptuosidad, el goce instantáneo, el escozor de la apariencia... Con ella la vida se había vuelto indulgente y hasta la brisa de la mañana o del atardecer resultaba una caricia. Hubo un momento en que Z se sintió poseedor de un don que a muy pocos le es dado, pero una tarde, una tarde cualquiera como tantas en los encuentros, sin saber bien por qué o cómo y por qué en ese momento, María reafirmó un final que Z había temido, un final que se concretaba y que dolía, más aún como duelen esas cosas previstas y sin embargo no evitadas...
Ahora Z estaba preso de ese dolor, acrecentado por el reciente recuerdo de su última despedida.... Pensó, sintió que él jamás la hubiese dejado partir con la mirada centrada en un dolor lacerante y comprendió sin necesidad de palabras y de un modo ineluctable que no había sido amado. Sin saber hacia dónde dirigirse sintió que la fiebre lo agravaba y sin embargo se decidió a caminar por las calles ahora desoladas. Tuvo la confirmación: no había sido amado y se sentía íntimamente solo pero, tal vez en el final, la soledad no fuese tan desgarradora, porque los años pasan y las cosas se transforman y ya no importará seguir amando sin ilusión, porque el tiempo seguramente será despiadado para cualquiera. Por supuesto, esto se decía casi en un murmullo y con la consistencia de un sueño, porque otra voz inaudible para otros, le decía a cada paso: María querida, María perdida... sólo el amor amaina en la locura y nuestra vida seguramente caerá, sin callar y decidida... Los sueños duran más que nuestra vida.
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