CONTRATAPA
› Por Miriam Cairo
Cuatro jinetes vienen trotando por calle San Lorenzo. Los automovilistas frenan alterados. Bocinazos, insultos, falta de fe. "Es el apocalipsis", piensa el hombre y sigue bebiendo de a pequeños sorbos su vino lento y caliente dentro del bar. Dios no piensa nada. Se levanta de la mesa y se dirige a la barra. Poco a poco la calle retoma el ritmo vehicular. La música vuelve a inundar el salón como un aguardiente bendecido por la luna. El hombre cierra los ojos y dibuja, con un dedo en el aire, los acordes disminuidos y semidesminuidos de la guitarra de jazz. Dios invita a la mujer morena a bailar. La mujer lo rechaza y el todopoderoso retorna a su mesa.
Los cuatro jinetes tan alegres, tan tristes, tan gentiles. Después de dos mil años cabalgando entran en busca de la muchacha más linda del mundo que no está en el bar. Uno a uno intenta con la morena que también los rechaza. El dueño mira en silencio mientras seca las copas, saca brillo al mostrador.
La mujer morena sigue en sus cosas. No es la muchacha más bella del mundo pero es la que todos desean.
Los cuatro jinetes piden algo de comer.
El hombre se acerca a la mesa de Dios.
- ¿Puedo?
Dios asiente.
- Puede. Y el hombre se ubica a su derecha.
- Ya ve usted, llegaron los jinetes.
- Si no hubiera sido por el caos del tránsito habrían pasado inadvertidos.
- Por lo menos la prensa no se enteró.
- Ni el Papa.
- ¿El saliente o el venidero?
- Para el caso es lo mismo.
Después de un largo silencio la mujer alta como la noche y morena como los pinos se dirige a la mesa de los cuatro jinetes que comen con un hambre de siglos y les pide fuego. Los cuatro revisan sus bolsillos. Ninguno tiene. La mujer mira de soslayo a Dios que no le quita los ojos de encima. Se acerca a la mesa y se lleva el cigarrillo a los labios. El hombre tantea en su ropa inútilmente, pero Dios hace el milagro del fuego chasqueando los dedos porque para eso es Dios. La mujer aspira el humo divino. Hace un gesto mínimo de gratitud y vuelve a la barra.
- Tengo entendido que usted nunca, dice el hombre.
- Nunca, dice Dios.
- ¿Ni siquiera?
- Ni siquiera.
- Esta mujer no es la muchacha más hermosa del mundo.
- No, dice Dios, pero es la que más me gusta.
Después de cenar los cuatro jinetes brindan por cosas de jinetes y caballos.
- Se viene el fin del mundo, y usted nunca, insiste el hombre.
- Trabajo de la mañana a la noche, explica Dios.
- ¿Y los domingos?
- También los domingos.
- Pero usted podría hacerlo cuando quisiera y con la muchacha más hermosa del mundo, para eso es Dios.
- No se deje llevar por el mito de mi capricho.
- No, Señor, su capricho no: su poder.
- Precisamente, el poder no tiene el mismo uso que el capricho.
- ¡¿Y quién se lo impide?!
- Yo.
- Ah, dice el hombre, no me diga que usted es...
- Dios, dice Dios.
Uno de los cuatro jinetes pide el control remoto al dueño del bar y enciende el televisor. Pone CNN en español que transmite en directo desde el Vaticano. Dios y el hombre se acomodan para ver la coreografía lenta de monseñores cargados de años que pasan uno a uno frente al pontífice y le rinden honores rigurosos. A ambos les resulta un bodrio insoportable.
La mujer morena sigue fumando. El dueño del bar pone sobre la plancha un trozo de carne. Por un segundo todos desvían la atención de la pantalla en dirección al aroma de la carne fresca rebozada con ajo y ron.
¿A cuál prefiere?, pregunta el hombre que ya entró en confianza.
- A ninguno, dice Dios.
- Hay uno o dos argentinos, dice el hombre, tratando de influir.
Pero Dios no contesta y va hasta la barra donde está la mujer que todos desean. Se sienta a su lado.
- La carne huele bien, dice Dios, tímidamente, al dueño del bar.
- Es sólo un pedazo de lomo...
- Prepáreme uno, dice Dios, el aroma me abrió el apetito.
La mujer sigue en silencio. Dios tampoco habla. Ninguno de los dos mira la danza lenta de esos pájaros viejos vestidos de color negro, con crestas escarlatas que arrastran las patas semihumanas en el televisor. Los minutos pasan o se detienen entre cada canción. De vez en cuando se miran. Cuando la mujer termina el cigarrillo lo aplasta con lentitud contra el cenicero. La colilla se acordeona en su etapa final luego de haber sido aspirada deleitosamente. Dios esboza una sonrisa venida de una memoria ulterior que se anticipa.
Llega la carne rebozada con ron. El dueño del bar llena la copa de Dios con un vino lento y largo. Hace lo mismo en la copa de la mujer.
- Larga noche, dice ella, con una voz venida de los confines del alma.
- Hermosa noche, dice Dios, y su antigua soledad poco a poco va siendo conjurada.
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