Miércoles, 27 de marzo de 2013 | Hoy
Por Eugenio Previgliano
Se trata -dice- no de un día particular, no de un día excepcional ni de una ocurrencia singular. Se trata -insiste- de una noche cualquiera, donde uno nace sin expectativas, expectante, preso del azar, librado a los arreboles de las corrientes marinas, al canto, al giro del viento de la noche.
Yo lo escucho contar pero de a ratos me distraigo, porque a mi lado, en la barra, como esperando, hay una mujer sentada, vestida de un traje formal, como de profesora de letras, que tiene una copa en la mano.
Se trata de un tipo común -sigue diciendo- de uno que podría pasar desapercibido incluso acá -señala-, de uno que no llama la atención, de alguien que hace su trabajo a conciencia, cumple con sus horarios, y dedica -dice- sus ratos libres a una multitud de cosas que le parecen -califica- interesantes.
En un cierto momento me distraigo del relato porque se me ocurre que podría intentar entablar una conversación con la mujer que me distrae sentada en la barra en el taburete de al lado, empezando por decirle "profesora", y haciéndole una pregunta trivial o un comentario olvidable.
Esa noche -me sigue contando-, el tipo no esperaba gran cosa, ya daba todo por terminado, pero sin embargo ella lo invita a su casa, -aclara- pero por una contingencia del momento resuelven ir a comer a un bistró pequeño y elegante -sigue relatando- y...
Yo pienso entonces que llevo más de quince minutos contemplando a esta bella profesora que espera que el espectáculo comience y me pregunto si no sería buena idea invitarla mas tarde a comer, a un bistró pequeño y elegante.
Comida étnica, dice en un tono monocorde que se servía en ese bistró pequeño y elegante de su relato y que beben cerveza, me agrega, pero no demasiado.
En este punto del relato noto que la profesora a mi lado bebe cerveza lentamente y con gusto, y veo que su mirada inquisidora, aún cuando sólo trata de encontrar el espectáculo que todavía no empieza, en ocasiones tiene unos destellos vívidos que me hacen pensar en la parte más dulce de la distante primavera.
El no lo sabe -sigue diciendo-, pero esa noche resultará crucial para el resto de sus días, porque sin ir sabiendo, una cosa llevará a la otra y los dos volverán más tarde a la casa de ella y escucharán una sinfonía de Mahler, y bailarán abrazados y se dirán cosas tiernas, y en lo más oscuro de la noche -dice- él sentirá que realmente toda su vida hasta entonces no ha tenido sentido y que en ese momento -exagera- se siente tan cerca de ella que sería capaz de abandonarlo todo e ir a vivir una otra vida con ella incluso en un país distante lleno de lúgubres ciénagas.
Yo lo sigo y lo escucho en su narración trivial y común, pero de vez en cuando me distraigo pensando en bailar con la profesora que a mi lado con sus ojos lánguidos se me sugiere melómana, y me la imagino sentada a mi lado escuchando una ópera contemporánea en una sala palaciega, cubierta de mármoles y desniveles a la que se llega tras una larga serie de recorridos laberínticos después de un interminable viaje.
En un momento él -sigue diciendo- descarta que el encuentro se vuelva hot porque la actitud de ella -comenta- le parece esquiva, insegura y ambivalente y decide -imagina- apaciguar sus apetitos habida cuenta de que prefiere preservar la relación a dejarse arrastrar por la pasión incontenible que se le viene encima porque siempre la pasión resulta -valora fatuamente- difícil.
Yo lo escucho como a lo lejos porque ahora se me ha ocurrido que me gustaría recorrer caminos de cornisa con la profesora a mi lado y sentir levemente una forma de alegría nueva y desconocida mientras ella maneja a una velocidad vertiginosa y yo trato de cebar un mate mientras miro a lo lejos cómo las montañas van siendo más y más bajitas.
Sin embargo -sigue narrando él- en un momento una señal, una declaración, una leve brisa, agita en él lo que creía superado y de pronto -plagia-se miran, se presienten, se desean, se acarician, se besan, se desnudan. Pero yo ya no lo escucho plagiar porque me imagino sacando fotos de un paisaje chato, de un bosque o de ella misma recostada sobre el bitumen de la ruta. El show ya termina. ¿Vamos que tengo clase?, pregunta un señor con apariencia de profesor, mientras ella se levanta sonriente y se retira caminando a su lado.
El tipo ya nunca volverá a ser el mismo, me dice, pero yo no sé si ya lo seguiré escuchando.
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