Sábado, 30 de marzo de 2013 | Hoy
Por Miriam Cairo
-Pero usted, qué me va a dar a cambio.
-Lo que me pida.
-Suena muy generoso, sin embargo, para mí no es fácil.
Las luces no parpadearon. Las arañas, cautelosamente, dejaron de tejer. Los enamorados que se besaban esquivando la luz, en el rincón más oscuro del bar, dejaron el beso suspendido en el aire. El mozo no pestañeó. La mujer de pelos rojos bebió despacito un sorbo de Bloody Mary. La mujer con pájaros en la cabeza contuvo la respiración. El hombre que leía el diario cerró los ojos. A la mujer que hablaba con Dios se le rompió la cadena de palabras y quedó en silencio.
-Puedo hacer que sea la rosa de su jardín y sienta cómo se le filtran por las venas las hondas estaciones. O puedo hacer que conozca el enigma de todos los desamparos.
-Conoce bien mis urgencias, pero sepa que no es fácil dárselo. Mi cuerpo ha sido mío desde siempre.
Las luces ahora parpadearon y las arañas continuaron tejiendo. Los enamorados volvieron a besarse. El mozo pestañeó. La mujer de pelos rojos tragó el sorbo de Bloody Mary que se le había quedado detenido en el remanso de la lengua. La mujer con pájaros en la cabeza respiró. El hombre que leía el diario volvió a llenarse los ojos de tinta furibunda.
-Pero entiéndame, por favor. Tampoco puedo ir a pedirle el cuerpo a ninguna de mis feligresas.
-¿Por qué no?
-Primero porque para algunas, el cuerpo es un horrible cosa necesaria, para otras, un trasto que no saben cómo manejar, y ni hablemos de las que se comieron el viaje de que el cuerpo es la cárcel del alma, etcétera, etcétera. En cambio usted, cree que su cuerpo es su alma, que su alma cuerpo, bueno, todo eso que usted se encarga de desencadenar cada vez que un hombre hace algo para que se desencadene.
-Mire, me siento halagada, pero si quiere sentir más allá de las... bueno, más allá, tendría que hablar con Nina.
-¿Nina, Nina?
Al escuchar eso las luces no supieron si encenderse o apagarse. Las arañas erraron el punto. Los enamorados se mordieron la lengua. Al mozo le entró un bichito en el ojo. La mujer de pelo rojo tosió. La mujer con pájaros en la cabeza tarareó una canción desconocida. El hombre que leía el diario tiritó.
-Nina, la del cuento.
-Recuérdemelo, se me hizo una laguna.
-Nina, la de "Nina es una mujer caliente. Tan caliente que todo hombre que ella no haya respirado ha muerto".
-¡Ah, sí! Pero si le cuesta dármelo a usted, imagino que a Nina más todavía.
-Quién sabe, con probar no pierde nada.
-Claro, pero la verdad, no quiero la experiencia de una mujer tan extraordinaria como Nina. Quisiera uy, qué difícil insistir sobre lo mismo sin que usted se sienta acosada. Yo quiero su cuerpo, no quiero el cuerpo Nina.
-Pero dígame, ¿usted habla de sexo?
-Hablo de todo. Incluido el sexo.
-Entonces, béseme.
-No puedo.
-Pruebe.
-Nunca lo hice.
-Siempre es la primera vez.
La mujer acercó la boca y Dios sintió un ardor en su organismo, ese contorno relleno de aire cósmico y semen sideral; por sus estalactitas y estalagmitas fulguró un color en cámara lenta, y las luces que no alumbraban, alumbraron. Las arañas tejieron con los hilos de la luna. Los enamorados soltaron las manos y la lengua. El mozo se abrazó a una botella. La mujer de pelo rojo se sacó el corazón y lo puso sobre la mesa. La mujer con pájaros en la cabeza murmuró palabras de tamaños frágiles y difíciles. El hombre que leía el diario, lloró. Dios se apartó disgustado.
-Esto es de hombre. Yo quiero como mujer.
-Como mujer, sólo las mujeres.
-No haga literatura conmigo.
-No es literatura, es poesía.
-Aquí no hay versos.
-No se deje llevar por las apariencias.
-¿Su negativa es irreversible?
-Yo diría irremediable.
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