CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
a Jorge Jäger
Tal vez esta pasión que me lleva ya gran parte de mi vida empezó cuando yo iba parado en esa chata maicera a los barquinazos en pleno rastrojo que cruzaba los crepúsculos.
Era por los cincuenta del siglo pasado y mi presencia allí, sobre esa chata que tiraban cuatro percherones oscuros y una potranca rosilla que llamaban Pichona, a guisa de cinchera, es decir con una cadena adicional para ayudar a la chata repleta de inmensas bolsas llenas de espigas, de las llamadas maiceras, y que solo se enganchaba cuando venía cargada o en tramos donde el camino tenía barro que se había formado allí en la última lluvia. A veces había un charco en esos caminos internos de la chacra que se llenaba de mariposas si era verano. Esa agua barrosa que también visitaba un enjambre nervioso de abejas y que irían a beber ese líquido no frecuentado por animal alguno.
Pichona, la rosilla, era la más joven de un extensa tropilla y bastante arisca con el resto, que sabía de sobra de su independencia con gestos expresados en mordiscos y coces muy peligrosas y llenas de furia juvenil e impetuosa.
Digo que yo iba tomado de la baranda, apretando mis manos breves de entonces con mucha atención, como si fuera en un barco pirata a tomar desde el agua un castillo remoto, tal vez mi fácil imaginación de entonces.
¿Fue allí, en esos momentos primordiales en la vida de un hombre que empezó mi vocación que vendría con el tiempo, tal como sugiere mi amigo Jorge Jäger?
Fue en esos días que se fueron encimando en otoños e inviernos sucesivos, para formar con el tiempo (y en el tiempo) ese arracimar de sucesivos penares y alegrías que en esa época por más pequeña que fuera cubría el espacio del mundo.
Imposible saberlo. Imposible y tal vez ya inútil aunque resulte improbable con tanta distancia como para corroborar si se cumpliría en este caso la conocida teoría del mito pavesiano que habla sobre la matriz primitiva en el cerebro de un niño expuesto a las primeras experiencias que con el tiempo tal vez se presente en una escritura monótonamente obsesiva, y en el mejor de los casos, brillante. Pero eso sucede con los elegidos que son tocados por la gracia, que como todos sabemos son los menos.
¿Y estas modestas experiencias mías de entonces, es cierto que hoy de adulto me dice de otro tiempo feliz y libre como esos gorriones que cruzaban certeros el aire azulado y repleto de mayo, fueron verdaderas?
¿Me hablan del origen de una supuesta escritura amorosa? Tal dicen algunos amigos que obviamente me quieren bien.
No se me escapa al raciocinio de adulto que eso debió ser intrascendente para todo mayor que cumplía tareas importantes o humildes, como la del quintero.
Chiquín, ese viejito inmigrante, que también atestiguaba mi trajinar por ese espacio que yo trataba de cubrir con mi andar activísimo, como compete a una edad y a una energía que los años terminan arrasando como si nunca hubiera existido.
Y mi insaciable curiosidad sobre la vida de tantos animales, sus hábitos, sus comidas, sus acciones, así se tratara de esos inmensos conejos blancos, tan tontos, que vivían en grandes jaulones debajo de esos paraísos frondosos. ¿Eran paraísos, mi Dios, o eran fresnos? No sé, y tampoco importa ser preciso cuando la materia de mi literatura se forma de sucesivas capas de memoria, que se basan siempre en imprecisiones difíciles de controlar.
Tan difíciles como contar cuántos patos siriríes formaban esa bandada que cruzaba el patio de tierra, bien alto, para ir en busca del sueño en la lejana laguna del campo Vollenweider, tan pertinaz en mi confusa memoria.
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