CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
No sólo de amaneceres y de crepúsculos en grandes espacios abiertos, donde las inclemencias del tiempo hacían su agosto, se construyen nuestros relatos.
¿Pero entonces qué es la memoria? ¿Una especie de encono, que casi nunca coincide con la opinión de los otros cuando se trata de rescatar del óxido y el sarro acumulado del tiempo una voz, una anécdota que alude a una conversación o a un hecho que tiende a desdibujar su perfil de exactitud?
"Ya no vienen más los jugadores como Juancito Renzi", me dice mi amigo Miguel Albanessi, y uno recuerda a un muchacho desgarbado provocando el desbande de las defensas pegadoras de entonces, no con una gambeta endiablada, sino con un andar cansino, pisando la pelota, haciendo paredes, metiendo caños a mansalva, pero todo con una elegancia que no volvieron a ver mis ojos desde entonces. Todo esto hasta que eligió las sierras de Córdoba, casarse, vivir retirado como un monje y quedar aquerenciado (es la palabra que usó cuando hace un par de años hablamos por teléfono) hasta no querer volver, como un exiliado, como un extranjero que no había nacido en Colonia Terrassón, sino en esa Capilla del Monte que eligió para vivir.
El se había enterado que yo lo recordaba, le llegaron mis libros con los relatos que admirativamente le dediqué. Entonces me llamó, previa investigación entre sus viejos amigos para conseguir el teléfono. ¡La desilusión que me produjo cuando me di cuenta que no me recordaba para nada! Hasta que le dije dónde vivía en el pueblo y me dijo que ah, sí, ya sé, pero yo creo que me lo dijo de puro compromiso.
-Y vos, pibe --me dijo de pronto- ¿cuántos años tenés?
Se lo dije y le agradecí los buenos momentos que nos había prodigado, y me contestó que no era para tanto, como restando importancia a su real actuación y al brillo que consiguió en esos años. Si hasta los árbitros lo felicitaban al terminar el partido, porque él intervenía para dar su espectáculo y para eso estaba siempre inspirado. Pero no corría más que tres o cuatros pasos, con su trotecito canchero. Cuando daba un pase se quedaba parado, escupía por un costado y se pasaba la mano derecha por el pelo siempre cortito.
En la sede del Club era siempre el mimado, por la comisión, por los socios, por los hinchas, por esa barrita de adolescentes entre los que me contaba y que no lo dejaba ni a sol ni a sombra. Yo me siento a la mesa que da a un ventanal grande puesto enfrente de la heladería de Callegari que siempre elegía, y en las desganadas charlas de entonces usaba su humor filoso y provocativo. Una mañana pasó alguien por la vereda de enfrente y dictaminó: -Ese tiene cara de lunes, no puede salir a la calle otro día.
La carcajada surgió porque justamente era lunes, gris para colmo. Y luego se levantó, tomó un taco de billar y comenzó lentamente a hacer una carambola tras otra. Al llegar el horario del almuerzo, dijo chau, amagó como para saludar con la mano pero la usó para abrir las puertas batientes del bar y se encaminó hacia la estación. Nosotros salimos para verlo cómo caminaba y al llegar a la tienda Blanco y Negro dobló hacia la derecha, enfilando con seguridad a la pensión de don Guillermo Mitre y de doña Elba Zapata, donde vivía.
Es cierto aquello que dice mi amigo Miguel, ya no vienen jugadores como Juancito Renzi a quien nosotros, como diría Borges, le copiábamos hasta la manera de escupir. Pero nunca aprendimos a acariciar una pelota como él, porque él era un elegido, alguien a quien los dioses tocaron (entre un millón) con su vara de repartir talentos. Pero él no se creyó eso de ser crack, genio u otro sinónimo que usamos los mortales para homenajear al diferente.
--No pibe, no es para tanto. Sólo me divertía --me dijo por teléfono ese día, la única vez que hablamos, por otro lado creo que sobre todo fue un gran tímido, que disimuló su talento como pudo, que no quiso olvidar su origen de chacarero venido a los veinte años al pueblo, por eso sus chistes un tanto socarrones, o con la ironía a flor de labios, como una defensa. Fue un grande, que de forma humilde hizo lo posible para pasar desapercibido, y no siempre lo logró.
Recuerdo un partido, creo que contra 9 de julio, de Beravebú, cuando entró al área gambeteando a seis contrarios. Cuando el arquero salió a taparlo como pudo, le hizo un sombrero y entró al arco con la pelota sobre la cabeza. Y una vez cerca de la red se sentó sobre ella. La ovación fue total, nuestra y de ellos y el árbitro pitó para dar el gol, se acercó, le estrechó la mano y le dijo por lo bajo: --Lo felicito.
Nosotros lo oímos porque estábamos detrás del arco que da a don Perfecto Escobar que fue el lugar de la hazaña. Hubo otros goles tanto o más humillantes que éste, y nosotros siempre íbamos detrás del arco contrario para no perder detalle de sus jugadas.
Pero un día para otro se fue, con lo puesto y una revista El gráfico bajo el brazo.
Y no volvimos a verlo nunca más.
Y en esa espera nos hemos hecho hombres. Y ya encanecimos y se nos cayó el pelo. En una palabra: estamos envejeciendo y ya es hora que nos resignemos a esta ausencia que por lo que vemos será definitiva.
--¿Sabés que pasa pibe? Me fue gustando y me fui quedando aquí.
A veces pienso que la memoria es como la acumulación de muchas capas de cebolla superpuestas, que muy de vez en cuando vamos pelando, sacando de a una cuando hay un recuerdo a compartir.
Y tiene toda la razón del mundo mi amigo Miguel Albanessi. No vienen ya más los jugadores como Juan Renzi, que por jugar tan lento, nosotros llamábamos Balazo.
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