CONTRATAPA
› Por Eugenio Previgliano y Patricio Raffo
Mirá -dice ella yo lo único que te pido es que respetes mis decisiones, que no me sigas rompiendo los kinotos todo el tiempo, que por una vez en la vida seas capaz de escucharme. Ella dice estas palabras mientras continúo guardando ropa en el bolso verde con bolsillos a los costados. Está enfurecida, la conozco lo suficiente, puedo olerla inclusive, puedo oler el olor de su furia, conozco perfectamente la música, la melodía, armonía y ritmo de su habitual indiferencia, de su imposibilidad de percibir, tolerar, apreciar, valorar o estimar nada que venga de mí pero hoy es distinto, es furia por intuír las consecuencias de su actitud sostenida por años; y puedo saber de dónde saca cada una de las palabras que ha dicho: ese feminismo absurdo, por estos tiempos, de plantear que sean respetadas sus decisiones es patrimonio de su hermana sicóloga, la horrible expresión "romper los kinotos" es heredada de su padre y, finalmente, la solicitud para que yo agudice mi capacidad de escucharla ha sido el conjunto preferido de palabras con el que su madre se ha entretenido a través de los años.
De tu sordera -agrega ya hemos hablado bastante y te diría -replica que no hay mucho más para decir. Vos creés que las cosas son así, bueno, así serán -dice y supone que va a callar, pero no lo haceàde todos modos te aseguro que aunque termines de armar ese bendito bolso habrá que ver si te atrevés o si te dejo atravesar la puerta. Pasar del monólogo fervoroso a la amenaza es una de las especialidades de esta mujer que cree que aún me ama. Y mientras pienso en ese amor ya inexistente también pienso que quedan pocas cosas que agregar en mi "maleta de viaje sin retorno". No levanto la vista para no mirarla. No digo una sola palabra para no provocarla. Hago que no la escucho para irritarla: es uno de los pocos placeres que puedo brindarme en estos últimos momentos a su lado.
La decisión no la tomé la semana pasada, el mes pasado, el año pasado ni hace quince ni diez minutos: la decisión llegó a mí como un relámpago cuando la ví otra vez así, con esa mirada desencajada, cabalgando su propia furia enfurecida, insistiendo en lo mismo en que ha insistido desde siempre, pasando sin cisura desde una indiferencia de difunta hasta una furia de guerrero bárbaro. Y es probable que todo esto no venga de ella, quizá venga desde tiempos remotos; vaya uno a saber. La cuestión es que ahí está, incólume, sostenida por su carga genética, atravesándola a ella y a otras generaciones anteriores que, en distintos momentos de la historia, tal vez hayan ejercitado la misma tenaz insistencia en una familia de esposas resilientemente insistentes que a medida que voy pensándolas acrecientan el inmenso gusto de callar y llenar el bolso.
Ya que estás completando el bolso llevate también todas las porquerías que juntaste a través de estos años. Esa boina blanca podrida que junta pelusas y alimenta polillas en el placard desde la época en que tenías un poco mas de pelo y nada de panza. O la colección absurda de latitas de cerveza que cada tanto se caen de la estantería haciendo un ruido insoportable. Y llevate también, por favor, la colección de revistas Play Boy que arrastrás desde la adolescencia de la que nunca pudiste salir a pesar de parecer un viejo pelotudo. Pero lo que no te voy a permitir es que te lleves el Berni, ni el saxo -dice eso no, a eso me lo voy a quedar para pagarme todas las cagadas que me has hecho en estos años y darme el gusto de un viaje, cambiar el auto, invitar un chongo a salir o pasarme una semana en Cuba paseando de la mano de un campesino robusto que sepa atender a una mujer
Y eso fue demasiado. Una pena. Realmente una pena, porque solo restaba guardar dos pares de medias blancas marca Nikke. Casi a punto de irme me hiere injustamente poniendo en tela de juicio mi capacidad amatoria. Y si un león es feroz y voraz, un león herido es mucho más feroz y mucho más voraz. Y no duda ante la posibilidad de devorar una minúscula y frígida mujer en estado de alteración.
Yo te digo -continúa tal vez no hayan sido los mejores de mi vida los que me eché con vos, pero de esto estoy segura y te lo digo en la cara: vos sos un amante mediocre.
El intento por calmar la fiera que me brota brutalmente desde mi interior más caníbal es absolutamente en vano. La miro y veo sus caderas que afloran bajo el shorcito celeste ese que trae puesto con ella, le veo la mirada que aún guarda un hilo de persistente rencor , recuerdo al mirarla esos días imposibles en los que le latía el párpado izquierdo, recuerdo el sabor de las partes blandas y húmedas de su cuerpo, la textura y el olor de las partes más saladas, de las que ella ya nunca tendrá noticias y finalmente tenso la cremallera metálica tirando del cierre para ir escuchando el ruido áspero y grato que sobreviene mientras el bolso se va cerrando.
Con un movimiento veloz. Como un león saltando sobre su presa. Con la agilidad de una gacela de fuego y de furia me lanzo sobre ella por última vez. Es posible que ya esté entrado en años, pelado y con cierto vientre destacándose, pero no he olvidado los movimientos sensuales de los buenos cazadores. Ante su inmovilidad más absoluta estamos cara a cara. El beso es como alguno de la primera vez, desabrido y soso, insignificante, pero guarda promesas de un futuro mejor. No soy yo quien la besa, la besa mi memoria, mi alma de cazador empedernido, de profesional en el arte de amar. Me separo. Tomo el bolso: me voy para siempre.
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