Sábado, 27 de abril de 2013 | Hoy
Por Miriam Cairo
Uno: ir y venir
La dulcinea se movió con el tic tac de unos maravedís que caían de los bolsillos, pero de ninguna manera iba a enamorarse de ese sancho panza si no usaba condón. Probablemente debería dejarlo solo y marcharse. Sin embargo, ninguna dama del Toboso tiene los pies tan fríos y el corazón tan corto:
"Algo más podremos hacer", dijo, con una ese agallegada y una zeta en el lugar de la ce.
Al sancho las cosas le parecieron de locura.
"¿Tengo que quitarme el sombrero?", preguntó.
Pero a esta altura la dulcinea sin calzones ya no lo escuchaba y caminaba sobre sus plataformas para mejor tendencia al entusiasmo.
El día ya no era día sino la máscara rubia de la noche. La habitación ya no era habitación sino un espacio remotísimo.
El sancho prendió un cigarrillo para mejor ejercer su tarea de mirante. Las mariposas de la noche se estrellaron contra el tejido mosquitero del ventiluz. Los grillos arrullaron a las luciérnagas en los rincones rancios del piringundín o venta y los molinos otra vez se convirtieron en gigantes.
En el camino de regreso las dos campanas de la dulcinea hacían música para los ojos. Sólo eso hacía la mocosa. Un ir y venir. Un dejarse ver sanísimo, que volvía moroso el párpado y ágil el regurgitar.
Dos: la fermosura
En una ciudad de South West England, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo vivió un anarcopunk graffitero, hijo de un técnico de fotocopiadoras, que se formó como carnicero en un comercio de Bristol, pero se vio involucrado en el graffiti, durante el boom del aerosol, hacia el final de la década del 80.
Es, pues, de saber que ese sobredicho mancebo, los ratos que estaba ocioso se desempeñaba como jugador amateur de fútbol en Easton Cowboys and Cowgirls. Dícese que en 2001 visitó fermosa ciudad de Chiapas, y allí jugó contra los Luchadores por la Libertad Zapatista, a quienes les pintó un mural que ilustraba la lucha por la independencia. Will Simpson, secretario del club de Bristol, dio fe que el artista comenzó a presentarse a entrenamientos en 1990 "antes de brincar al estrellato".
Que su iconografía anticapitalista choca de frente con los trabajos remunerados que hace por encargo de grandes firmas internacionales como Puma y la cadena MTV. Quieren decir también que tiene el nombre de Robert Banks o Robin Banks, pero este rumor podría haberse originado a partir de una broma por la similitud fonética entre el nombre "Robin Banks" y "robbing Banks", que en esto hay alguna diferencia en los autores que de este caso escriben, aunque por conjeturas verisímiles se deja entender que su seudónimo es Banksy.
Tres: los giros
Góngora se acercó donde estaba fumando Quevedo. Apenas se saludaron con un movimiento de cabeza. A simple vista, uno podría pensar que bajo las siete capas de cielo azul, Quevedo ignoraba la música cuajada en la escarcha del soneto culterano. Que el culterano no se interesaba por las consecuencias del concepto. Pero lo cierto era que ambos se pisaban los talones y estaban incómodos, esperando en el mismo hall, una habitación vacía en el abarrotado telo.
En lo alunado de la recepción se transparentaba el élitro de libélula de la recepcionista, que se daba aires de Juana Inés, avezada en todas las contorsiones barrocas.
La amante de Góngora parloteaba, desinhibida, jugada ya, a esta altura del partido. El le seguía la corriente y se hacía el piola. Quevedo, por su parte, se dejaba distraer, y oscilaba en los cablecarriles neuronales de su enamorada, menos parlanchina que la de don Luis, y de lo más concentrada en su BlackBerry. De vez en cuando le hacía husmear al conceptista las fotografías y comentarios posteados por sus seguidores, a los que don Francisco aprobaba con un gesto sin frenesí.
Luego de diez minutos de tensa espera, la recepcionista llamó a los caballeros y entregó en mano, llaves y control remoto.
Cada cual hizo sus giros poéticos y se dirigió a los aposentos. Puertas adentro se dedicaron a lo suyo: la poesía desnuda, sin etiquetas.
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