CONTRATAPA
› Por Víctor Maini
Con el tiempo, aprendí a hacerme un tiempo para estar a solas conmigo. Me dedico a hacer abalorios, ensartando en el hilo de la vida recuerdos encapsulados en mi memoria. Generalmente practico esta artesanía en la puerta de la escuela Pestalozzi mientras espero a mi nieto en la salida del turno tarde. Yo también jugué en sus recreos, cuando el establecimiento me parecía una ciudad techada. Con el tiempo las cosas van tomando otra dimensión, aunque nunca me pareció tan pequeña como en el 83, cuando ingresé después de unos años de exilio a lo que fuera mi salón de sexto grado, convocado por el sagrado derecho de volver a votar. Recuerdo que el presidente de mesa golpeó preocupado la puerta del cuarto oscuro pensando en que me había descompuesto o en un faltante de boletas. Me impresionó la cercanía de lo que había sido mi banco con el pupitre de Cecilia, a quien siempre percibí tan lejana e inalcanzable. Un metro, la distancia real entre el pizarrón y la primera fila, un marco gigantesco en donde luchar contra mi miedo escénico, la imagen guardada en mi evocación. Era bueno en matemáticas y malo en lengua, con muchos problemas en la conjugación de verbos. Tal vez porque por aquel entonces veía nada más que el futuro y en la escuela me enseñaban sólo del tiempo pasado. Me hicieron creer que lo pasado estaba pisado, que no podía volver. Impotente para manejar las cronologías, todas las imágenes convivían en un mismo plano. San Martín cruzaba los Andes en un dinosaurio blanco, Jesucristo crucificado era el mascarón de proa de la Santa María, la Niña o la Pinta. Por cierto, ya no había mulatos vendiendo velas por las calles, ni serenos gritando la hora durante las noches, la luz eléctrica, los relojes, el progreso había terminado con todo aquello y sólo venían tiempos mejores. La señorita Haydeé nos traía copias mimeografiadas de las marchas e himnos que teníamos que aprender de memoria antes de pegarlos en el cuaderno. Mi tío Santiago me ayudaba en la tarea, los cantaba fuerte y en posición de firme. Su preferido era el himno a Sarmiento, aunque comentaba: "Que bella composición, lástima que se la hicieron a semejante cipayo". Mi maestra no pensaba lo mismo, eran todos halagos para el prócer que nos miraba todas las tardes desde un cuadro que rozaba el cielorraso como un verdadero gran hermano. Recuerdo la clase en que levanté la mano para pedirle a la "seño" que nos contara de nuevo la historia del sanjuanino escapando de los federales hacia Chile y su epígrafe escrito con carbón sobre una piedra "Bárbaros, las ideas no se matan". La docente se tomó todo su tiempo para explicarnos que antes, en el pasado, las luchas eran muy crueles, que los hombres eran muy sanguinarios, que en ocasiones cortaban las cabezas de sus enemigos para clavarlas en el medio de las plazas o lugares públicos, con el objetivo de promover el pánico en la población. Dejaba en claro siempre que eso había sucedido en el pasado, antes de civilizar al soberano y que gracias a la educación no había posibilidad de repetirlo, que sólo los hombres estúpidos tropiezan dos veces con la misma piedra. Automáticamente asocié con aquella noche de finales de marzo, toda la noche escuchando radio Colonia junto a mis compañeros del banco Nación, con el flaco que todavía me guía, pobre flaco. Amanecimos con comunicado tras comunicado. Tiempos duros, persecuciones, cárceles, torturas, la estúpida resignación de haberla sacado barata. Muertes, desapariciones, robos de bebés, vuelos de la muerte. Ni el más perverso de los mazorqueros hubiera pensado aquello. Ni el más vil de los salvajes unitarios lo hubiera soñado. El timbre de salida reemplazó a la voz de mi psicóloga volviéndome a la realidad, tratando de hacerme reaccionar siempre con la misma frase: "Vamos, deje de pensar en todo aquello de una buena vez", aunque los dos sepamos que se trata de un pedido imposible, que la marca queda para más de una generación. La sonrisa fácil del Facu me alivia, su cabeza fresca, sus ocurrencias, su desenfado me rejuvenecen. Camino a casa me comenta que le pasaron una carpeta viajera, que tiene que escribir algo sobre el 24. "Abuelo, ¿que pasó el 24?". Seguimos caminando en silencio. "Abue, me escuchás, ¿que pasó el 24?". Compro un atado de cigarrillos y una tiza en el kiosco. Me detengo ante un portón pintado de negro de un garaje y ante la mirada atenta de Facundo, escribo: "Bárbaros, las ideas no se matan". Antes de que me vuelva a preguntar le explico que "el veinticuatro no es sólo un número, yo soy el 24, y si bien es cierto que pasó, si no aprendemos del pasado, puede volver a pasar".
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