CONTRATAPA
› Por Dahiana Belfiori
Las uñas de los dedos índice y medio se turnan para formar una "O" mientras rasgan la piel bajo la uña del pulgar de la mano derecha. La piel está endurecida en esa zona, una especie de callo soporta la manía de ser arrancada cada vez que Carmen piensa arrebatada. Está sentada en una silla de escritorio. La pierna izquierda se balancea sobre la derecha. Los dedos de la mano derecha, apoyada sobre la pierna izquierda, mantienen el ritmo de su tic nervioso. La mano izquierda, con su antebrazo y con su codo, sostienen la frente pesada y pensada sobre la mesa de trabajo. De vez en cuando, la mano izquierda, resbala desde la frente y frota cada ojo debajo de los lentes, obligando a la cabeza a echarse para atrás unos segundos, para luego volver a caer agobiada sobre la mano, una vez enjugada la mirada. Carmen está cansada. Muy cansada. A veces cambia de posición, se endereza, estira los brazos hacia atrás y deposita la palma de sus manos en la nuca. Presiona. La columna habla su lenguaje de vértebras, líquidos y cartílagos. Cruje en un lenguaje escoliósico y rectificado a la vez; desvíos de la norma, que no hacen más que confirmar un trabajo insalubre, como todos los trabajos. No tiene una columna sana, lo sabe y aún sabiendo, la sigue forzando. Raquis que no soporta la prueba de los rayos X, pero que sin embargo resiste más de una duda existencial y más de una decisión sin consuelo.
¿Qué hace Carmen? Carmen escribe. La redacción del diario en el que trabaja se fue quedando cada vez más vacía y silenciosa. La noche entra en la madrugada. Oye al editor a lo lejos apurándola en un toctoctoc de lapicera sobre el escritorio, señal impaciente que ella conoce de memoria. Hay que cerrar y ella todavía no abrió nada. Ni una letra, ni el procesador de texto. Está acostumbrada a ese ritmo que marca el contrarreloj de la entrega. Hoy es su aliado. La columna vertebral de la columna de opinión asoma. Y lo hace sabiendo que pierde su trabajo.
Los negocios que dejan plata en la ciudad son siempre los mismos. Alejandro está felizmente casado con su felizmente casada esposa esposada. Tiene cuatro felices hijos. Todos asisten a un feliz colegio trilingüe. Viven en uno de los tantos felices barrios privados que proliferaron en las últimas décadas en la ciudad de los negocios. Alejandro tiene una empresa respetable de venta de servicios que aseguran todos los huecos de las felices vidas. Alejandro ve apenas empañada su felicidad cuando se entera que hay una denuncia en su contra. Alejandro es una fachada de felicidad: su goce no está en la esposa esposada, los hijos privados, los barrios trilingües, los colegios felices. Alejandro tiene poder. Y puede.
De uno de los prostíbulos de esa misma ciudad, se fuga una niña de 14 años. La niña cuenta su historia a una amiga que la aloja en la desesperación de la injusticia. La amiga conoció a personas en este tiempo que la acompañaron a buscarla. La niña le confirma los datos. La niña tiene miedo.
En el último segundo del insistente toctoctoc Carmen entrega su columna. El editor no revisa porque ya no hay tiempo para revisar: Carmen es de confianza. La nota se publica. En general, Carmen desconoce el destino de sus palabras. Esta vez sabe lo que sucederá. Sonarán teléfonos escandalizados a primera hora de la mañana. Un trajín de voces y de gritos circulará por los pasillos del diario. El trajín irá más lejos. Se moverá algo más que una lapicera, otros callos sangrarán. Una niña contará su verdad mientras uno de los dueños del diario tendrá que dar algunas poco felices explicaciones. Una de las columnas de Carmen hace algo de justicia. La otra descansa, al fin.
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