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Sábado, 8 de junio de 2013

CONTRATAPA

CUATRO DRAGONES Y UN DURAZNO

 Por Miriam Cairo

Justo es decir que el pintor de mi barrio tiene fama de varios colores y a cuál más amarillo. Mi vecina muere de amor pero él la pinta al óleo.

Mi vecina, que cría a sus cuatro dragones como cuatro gatos, tiene un sabor a durazno blanco que perdura en el paladar de quien la muerde hasta muy entrada la madrugada. Pero no sólo eso. También abre las ventanas cada día, incluso, los domingos y apoya los codos en el alféizar, y se queda allí, largo rato, pensativa. Dicen, algunos, que la han oído murmurar canciones en el lenguaje de los dragones, un idioma tan azul que los gatos no entienden.

El pintor, que vive enfrente, cuando no la ve acodada en la ventana, la imagina de mil maneras. Con las manos en el agua haciendo espumas, desnuda bajo un sombrero de ala ancha, inclinada sobre el borde de algún recuerdo, sostenida en un solo pie como una bailarina rusa.

La imagina en una especie de mundo, bajo una especie de cielo, caminando por una especie de calles, en una especie de noche, rodeada de una especie de personas.

Ha llegado al paroxismo de pensarla quitándose el reloj o colocándose los zapatos. Y eso no viene de su fantasía desbocada, sino de la más objetiva observación, porque a fuerza de pasar horas vigilando sus movimientos, la ha visto salir, presurosa, de su casa, dando un paso tras otro, como quien camina sobre sus pies. Más aún, ha visto que cada uno de sus pies iba dentro de los zapatos, con cierta vanidad entre femenina y humana.

Pero en las madrugadas de mayor desasosiego, cuando dormir es una pesadilla, y el insomnio un tinte somnoliento, el pintor imagina el mentón del hombre que llega por las noches a clavarle los dientes.

Para evitar lo que presiente, se inventa molestias al por mayor que lo distraigan de mi vecina. Piensa, por ejemplo, que el mar tiene fondo y que en el fondo del mar duerme la luna. Aún más, piensa que el cielo se llena de peces y los navegantes de tiempos remotos se extravían, porque los peces no se quedan quietos. Los barcos pierden rumbo y naufragan u orbitan alrededor del agujero que dejó la luna y todo se vuelve muy confuso.

Pero cuando esto no resulta, el pintor piensa en muchas aguas que invaden muchas tierras, y si esto tampoco lo distrae de la angustiosa sospecha de los colmillos hundidos en la carne blanda y jugosa de mi vecina, el pintor busca sosiego amasando mil y un colores imprudentes.

Sin embargo, nada de lo que haga evita saber lo irremediable, porque cuando el hombre que llega por las noches, muerde la carne blanda y jugosa de mi vecina, el barrio se inunda con su pertinaz olor a durazno rasgado. Y no sirven las puertas blindadas, ni las persianas bajas, ni la música a todo volumen, ni el vino generoso, ni los colores restregados sobre los cuadros adyacentes. El aroma a duraznos de mi vecina penetra por las paredes, por los silencios, por las más remotas hendijas de la memoria.

Cuando el aire alcanza su máximo dulzor, a todos en el barrio nos asfixia sentirnos tan solos, tan tristes, tan ínfimos, tan faltos de sabor.

Se dice que el pintor de mi barrio, ha dibujado los huesos de mi vecina, finos como mimbre. Que ha trazado arqueos que se producen sólo por aquellos estremecimientos. Se dice que la ha pintado en pedazos, y que ha colocado sus pequeños gajos de durazno dentro de un frasco transparente. Y que tan reales resultan los pedazos, que dan ganas de comerlos.

Mi vecina, cuando no se deja comer como un durazno blanco, cuando no trabaja en la oficina municipal y cuando no apoya los codos en la ventana, se dedica a cuidar de sus cuatro dragones por los motivos siguientes: uno de ellos cree que es un gato gigante que tiene miedo de los ratones pequeños. Otro pasa horas trepado a un árbol y olvida la hora de comer, hablando solo, inventándose un nombre. Debajo del mismo árbol, otro lee libros de hombres imposibles cuando no hace muñecos de barro. Cosa que tiene prohibida porque es alérgico al fango. Pero el mayor problema mi vecina lo tiene con su cuarto dragón porque es imaginario.

La historia del pintor y mi vecina comenzó una tarde de abril, que pudo ser una tarde de diciembre, porque esa tarde era tan profunda y transparente que se veía el fondo. En el fondo de esa tarde, precisamente, mi vecina se detuvo sobre la curvatura de un estruendo, y el pintor atinó a morir por un trazo de Egon Schiele.

De allí en más, lo que sabemos.

Techo incorrecto. Todo blanco óseo cuando la luz es plena. La encina soltando su olor a fruta fresca. Brotes de duraznos dibujándose a toda hora. Hojas que crecen a diestra y siniestra.

Ninguna flor es segura.

Ninguna mujer.

Nada sucede mientras todo sucede.

Vibración que tornasola.

Ningún color es seguro.

Ningún mordisco.

Ningún hombre.

Y a veces, llueve.

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