Martes, 11 de junio de 2013 | Hoy
Por Manuel Quaranta
No existe un momento preciso para rendir homenaje. En realidad, como casi siempre se realiza luego del deceso de la figura, suena ridículo establecer una referencia temporal: el muerto se lleva consigo el universo entero. Sin embargo, en un espacio, en apariencia diferente, en un tiempo que deviene mi sustancia, resta algo que incluso el más egoísta de los muertos no ha podido monopolizar: su obra.
(En El banquete, Platón pone en boca del sistema SócratesDiotima la siguiente concepción: los seres humanos para alcanzar la inmortalidad tienen dos caminos: engendran hijos o escriben libros. Por supuesto que para Platón la segunda elección es más elegante y le permite al hombre obtener una inmortalidad superior, que en nada compite con la de los dioses, aquella es más humilde, simplemente añora conjurar la muerte y el olvido).
Tanta presentación cuando no hace falta presentar a Juan José Saer. (¿El mejor escritor argentino de los últimos cincuenta años? No, este no es el lugar indicado para semejante discusión). Turco le decían. Pero los apodos no son para mí, un extraño. Por lo que no pienso atravesar el cerco del apellido: Saer; en todo caso el nombre propio: Juan, a secas. Falleció hace ocho años, y paradójicamente su muerte implica para mí un nacimiento, un reconocimiento, una llegada. Lo conocí --es un decir-- a los pocos meses de su partidaarribo, cuando me regalaron Cicatrices: "ya no se es el que se era ni el que se creía ser sino otro. Los años han de parecer, desde donde estás, cicatrices, y el tiempo un cuchillo". Desde allí comenzó a forjarse una relación que tal vez resulte más verdadera, profunda y fructífera que la que entablé con algunos compañeros de facultad o de trabajo. La explicación de este fenómeno reside, creo, en una carencia: entre Saer y yo no hay tiempo. Ni espacio. Solamente lectura: privada o pública, lectura. Y este ejercicio de escritura que ahora intento tiene por objetivo provocar un acercamiento que no impugne lo anterior: "escribir sobre algo es intimar con ello, precisando, no únicamente los aspectos intelectuales del objeto sino también, y sobre todo, los emocionales" (aclaro: los problemas de Saer son mis problemas, en todo sentido: existenciales, anímicos, gnoseológicos, literarios, filosóficos).
De su obra, enorme, delicada, ambigua, voy a destacar lo siguiente, su fervor por la autonomía: "idioma dentro del idioma, estado dentro del estado, cosmos dentro del cosmos, toda obra literaria se caracteriza por la coherencia de sus leyes internas", las novelas, los cuentos y los ensayos de Juan José Saer no escapan a esa regla.
¿Y de lo emocional? ¿De ese sentimiento desconocido y eterno? ¿Qué puedo decir, qué puedo sentir? Digo que es imposible que "Juan no esté siempre presente en nuestra admiración y en nuestro afecto". También siento que me hubiera gustado escribir: "Nosotros, sus amigos de Santa Fe, tuvimos la suerte de verlo a menudo. A veces, era él quien cruzaba el río, con un bolso cargado de libros, manuscritos, tabaco y anfetaminas --para aumentar su lucidez y su energía y aprovechar más horas de trabajo-- y pronto nos juntábamos en algún lado, en lo de Hugo Gola, en el motel de Mario Medina, [?] alrededor de un asado y de un poco de vino, quedándonos a conversar el día entero, la noche entera, la madrugada". O evocar que "otras veces, éramos nosotros los que cruzábamos [...] Tomábamos la lancha temprano, un poco después de mediodía, y a eso de las tres ya estábamos subiendo la barranca en la siesta soleada y, al cruzar la calle ancha y curva que se abría frente a su casa, divisando a Juan a través de la ventana de su despacho desde el que, en un banqueta en la que se sentaba a leer, no necesitaba más que levantar la cabeza para contemplar de tanto en tanto el gran río que corría a los pies de la barranca?. Y recordar, claro, que "si hacía buen tiempo, nos sentábamos a matear en el jardín o, mejor todavía, atravesábamos la calle y nos instalábamos en algún rincón del parque, bien alto, a la sombra si hacía calor y, fumando y conversando, nos demorábamos hasta el anochecer que iba subiendo por la barranca, el río y las islas. Luego bajábamos a alguna de las parrillas del puerto y Juan, después de comer, por tarde que fuese, nos acompañaba hasta la lancha, a la que casi siempre llegábamos corriendo porque era la última y sólo esperaban que sacáramos los pasajes y saltáramos a bordo para retirar la planchada". Y por supuesto que daría lo que no tengo por haber compartido esos momentos y comprobado que "adormilados de vino y de fatiga nos balanceábamos con la lancha que se balanceaba en el río de medianoche contentos de haber salvado un día --y la vida entera quizás".
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