Jueves, 4 de julio de 2013 | Hoy
CONTRATAPA › EL BOTE 28
Por Beatriz Vignoli
Si dejo que ella suba a ese colectivo no la voy a ver nunca más. Una mina como jamás voy a ver otra, como jamás imaginé que pudiera llegar (una mina así) a mirarme, a hablarme, a hacerme todas esas preguntas. Una mina que tiene la piel tan tersa y suave como si el tiempo le hubiera dado un trato especial. Y no me extrañaría que tuviera un acomodo con el dios Cronos. O con Saturno, incluso. Que cuando soplen tornados, el Céfiro personalmente por decreto de Zeus la envuelva y la lleve suavemente como una alfombra mágica sin que se le despeine un pelito. Una mina así. ¿Quién le va a negar algo? Linda, inteligente, poderosa y no se la cree. Raro que no tenga auto. O que no se tome un taxi. Pero para qué, total la lleva Cachorro. Una mina así, lo debe tener de chofer a un tipo como Cachorro. Raro que no me haya dicho antes, que andaba con Cachorro. Es la hermana del Polaco, me dijo Aguirre antes de morir. Del Polaco, el capo di tutti capi mafioso que maneja todos los negocios oscuros de esta maldita ciudad de Atopia. Que suena como Etiopía, por lo lejana, por el horror que nos da, pero es acá.
Una mina así. No un minón, una mina. Para un taxi, tendría que tener. ¿Qué hace esperando el 107? Y con este frío. Este frío sol que no calienta. El 107 que la hace esperar; nadie hace esperar a una mina así. Ni en la tintorería la deben hacer esperar.
¿Quién le pagará la tintorería, la peluquería, la manicura, el perfume, el traje?
Una mina así es como una música. Como encender la radio y que de los parlantes brote Mozart. Tan distinta a todo lo que veo en el hospital todas las mañanas. ¿Y voy a dejar que se la lleve un colectivo de mierda? ¿Voy a dejar que se la lleve para siempre?
Pienso esto con vértigo, a la velocidad con que se piensa cuando se te viene encima eso que te puede cambiar completamente la vida o te puede matar. Tengo cada vez menos tiempo para reaccionar, para intentar retenerla, para hacer algo, decirle algo, decirle la verdad. Si la dejo irse ahora, aún en el mejor de los casos en que (cosa que dudo) me la llegue a cruzar por casualidad, ya no me va a mirar. No me va a reconocer. Con suerte esto va a ser dentro de años y yo voy a ser viejo. Tuve mucha suerte de que sea tan curiosa y tan intuitiva y sospeche que yo sé algo. O a lo mejor minga de intuición: capaz que le dijeron, capaz que alguien le habló, capaz que ella sabe que yo sé y que me estoy haciendo el boludo y no presiona por cortesía o porque está cansada.
Tendrá hambre, querrá irse a su casa. No la invité a almorzar. La estoy echando. Elegí el peor momento que podría haber elegido en toda mi vida para decir que estoy harto de las malditas islas. Justo ahora que encuentro alguien con tantas ganas de escuchar contar la historia. Treinta años se tomaron los dioses de la memoria y de la historia para mandarme a esta mina con su grabadorcito digital y sus preguntas. Porque me la mandaron los dioses, quiénes si no. Las diosas: Mnemosina y Clío. Un Renault Clío tendría que tener. Ella. O yo, para llevarla hasta su casa. O a algún restaurante, a almorzar. Y después llevarla hasta su casa. Y en el medio comprar un vino tinto bueno y tomarlo entre los dos y contarle todo. Todo lo que yo sé, que tampoco es mucho. Pero es algo. Una pieza clave del rompecabezas, como dicen los giles que juegan a los detectives, a los agentes de CIPOL, a Sherlock Holmes: los niños eternos. Como Aguirre. Como yo, que más que niño eterno soy un boludo si la estoy dejando ir.
¡Y la de boludeces que le dije! "Me recuerdo llorando en un charco interminable de sangre", le dije, gastando en una hora toda la compasión de que era yo capaz en una vida. Hay reservas de compasión, le dije, y yo a las mías las quemé en una hora interminable, y después me olvidé. Me olvidé de quién era cuando todavía podía sentir lástima por alguien. Es más, ni siquiera me di cuenta de que me había vuelto incapaz de sentir lástima por alguien. Que eso haya hecho de mí un buen médico, o no, no sé. Ahora entiendo por qué después de los veinte no fui un tipo querible, cuando de adolescente era tan sensible y tierno. Gasté la compasión, quemé las reservas. Ya era un médico viejo al empezar, pero nadie me lo dijo. Fui ese al que evitaban. Yo creía que era por prejuicio. Pero los propios compañeros nos evitaban, a mí y a Aguirre, y eso que nos sentíamos bien, nos veíamos bien, nos creíamos que estábamos los dos bien. No nos pasaba nada. Nada nos dolía, ningún aniversario de la derrota, nada. Estábamos los dos bien, pese a cierta tristeza, que de vez en cuando nos agarraba al pensar en Sosa, que no había vuelto. Pero bueno. Aguirre se encerró, se volvió un encerrado, y yo ya no siento más nada. Y ahora me recuerdo. Me había olvidado de quién era, antes de estar en ese charco. Fue como una hemorragia, como si en vez de írseme la sangre se me fuera, con la sangre de los otros, el alma. No hay palabras ahí, en ese lugar. Es como un lugar antiguo. No sé cuántos años me llevó darme cuenta de que no estoy para nadie, de que ya no se puede contar conmigo. Ni sé cuántos años me llevó darme cuenta de que esa devastación tan blanca era la escultura que conmigo había tallado la guerra. Con cuánta prolijidad me habían destruido. Volver ileso, mudo e insensible fue volver como un reverso de los otros: los heridos, los muertos. A mi alma la puedo comparar con la anestesia, el frío de la camilla, las luces del quirófano: las cosas que hacen el trabajo de mis días, esos días que pasan a través de mí que ya no soy yo, pero que igual funciono, como un clon, una carcasa vaciada cuyos más profundos contenidos hubieran quedado "allá". Puedo volver, ahora, a ese lugar. Puedo volver a pie. Te acompaño a tu casa.
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