Miércoles, 10 de julio de 2013 | Hoy
Por Mariana Miranda
Todos sabían que en la casa teníamos un altillo.
Todos sabían también que el altillo estaba permanentemente cerrado. Pero también sospechaban (todos) que había alguien que habitaba el altillo al cual nosotros queríamos mantener oculto.
A veces, en las noches quietas de luna clara, algunos habían jurado escuchar ruidos extraños provenientes de allí.
Eran ruidos poliformes, polifónicos, esporádicos, extraños. A veces parecían gruñidos de algún animal desconocido, casi un monstruo. A veces eran como el chirrido de el engranaje de una máquina estéril, caótica y lejana, completamente desconocida.
Nadie se animaba a preguntarnos.
Era un secreto a voces.
Como tantos otros secretos que andan por ahí.
Nosotros le dábamos de comer.
Era, según sus gustos. A veces traíamos bebés chiquitos y se los dejábamos en la ventana. Él sabía agarrarlos bien y devorárselos. A veces, más rápido que otras veces, se los acababa según su grado de ternura y de inocencia espiritual. A veces tardaba más porque los encontraba no tan cándidos, un poco ya como tocados por la avaricia, por la mezquindad, por el egoísmo individualista que nos gobierna a todos. Prefería los bebés de los humanos, eso estaba mucho más que claro. Los encontraba más tiernitos y comérselos le implicaba consolidar una suerte de venganza ancestral. A veces no conseguíamos, era un poco difícil robarlos, de los orfelinatos, los hospitales y las casas de mamás recién estrenadas. Entonces le traíamos cachorritos de perros o gatos, a veces pollitos. Eran los más tiernos, pero no era lo mismo. Nosotros sabíamos que en su escala de preferencias los cachorritos de humanos eran los más preciados.
Sin embargo había épocas en las que prefería comer vegetales, cactus, espinas de Cristo, a veces Aloe, para preservarse, todos quieren mantener su juventud a toda costa, sean bichos o no. Algunas veces nos pedía chatarra, de los autos, de las industrias. Él sabía entenderse con nosotros, nadie sabía cómo pero él siempre lo lograba. Todos los que vivíamos en la casa lo entendíamos y habíamos empezado a comprenderlo, ésa era la parte peor. A veces nos pedía cosas siniestras. Como por ejemplo una viejita cuadripléjica para poder pasar una noche de sexo explícito. Total, en la madrugada la devolvía, eso sí, no en el perfecto estado en el que se la habíamos dejado, un poco más maltrecha, pero vivita y con un dejo de felicidad en la mirada que denotaba, como siempre, que un buen orgasmo (sea con un bicho o no) valía mucho más que todas las pastillas y los tratamientos médicos del mundo.
A veces nos pedía basura industrial para hacerse un buen banquete, a veces, desechos biológicos (fetos, tumores extirpados, miembros amputados).
Algunas veces, cuando quería ayunar, nos pedía toneladas de frutas, y con eso, nada más, se conformaba.
Era raro verlo consumir leche, pero a veces, como para desintoxicarse también, la consumía en cantidad.
El problema eran sus desechos. Eran desechos orgánicos, porque él era un bicho, un animal. Eso sí, un animal desconocido y extraño al que todos teníamos miedo y al que nadie había podido (por no tolerar el montante de angustia que eso conllevaba) ver en su totalidad.
Nosotros teníamos indicios de que él existía: los ruidos, en casa se escuchaban más que afuera, los olores, en casa eran mucho más nauseabundos que en el resto del vecindario, los gruñidos, a veces de dolor, a veces de tristeza, muchas veces de tedio, a veces (¿por qué no?) de agradecimiento.
De todos modos y sea como fuera él era un bicho, pero antes que nada era un animal que estaba encerrado.
Eso sí, no le faltaba nada. Nosotros procurábamos que no le faltara nada desde el primer día que llegó a la casa, huyendo por los tejados y las terrazas, perseguido por policías y gendarmes, por ogros, gnomos y brujitas celestes.
Él era un bicho medianamente normal. No molestaba más que lo indispensable. Papá dijo de hacerle un lugar en el altillo porque era el lugar de la casa más acorde con su fisonomía: allí, entre las bicis con las gomas pinchadas y reventadas, las herramientas de carpintería que nadie usó jamás, los tachos de pintura viejos y resecos y el aguarrás quasievaporado de las botellas de vidrio, él sabría ubicarse y acomodarse a su propio gusto. Allí podría reinar sin molestar al resto de la familia. Pero, de todos modos, y como dije antes, él era un bicho encerrado. A veces se hartaba. Quería salirse y por ello, era mejor reforzar las puertas y las ventanas. Era mejor que no se supiera en el barrio que nosotros teníamos un bicho instalado, conviviendo con nosotros. Si se sabía, era seguro que vendrían los de Seguridad Animal, también los de la SIDE y, de paso y si podían, mandaban a la CIA.
De todos modos, era cierto que estando en el altillo él casi no molestaba y también era cierto que esa era la parte de la casa que casi nunca nadie usaba. La teníamos de depósito de porquerías, nada más.
Como dije antes, el problema eran sus desechos. Orgánicos. Olorosos. Mamá dijo de alcanzarle algo así como una pelela, pero de más está decir que con una pelela no alcanzaba: él era un bicho grande. Trajimos un balde, después otro, al final, le alcanzamos un fuentón bien grande, como los que se usaban antes para dejar la ropa en remojo y después lavarla a mano. Ese parece que le gustó. Se lo apropió de una. El problema es que él hacía de lo sólido y de lo líquido. Es decir pipí y popó. Y que así como comía, así evacuaba. El tema era retirar el fuentón, lavarlo, y después alcanzárselo de nuevo. A veces, en ese trajín, él se nos escapaba, porque debíamos para ello abrir y cerrar la puerta, la única puerta que el altillo tenía. Entonces se escondía en los lugares más insólitos: detrás del lavarropas, detrás de la heladera, detrás de las palmeras y las Santas Ritas del fondo, detrás de los cristaleros del comedor. Nos dábamos cuenta por el olor, sabíamos escucharle, por más que él la contuviera, el sonido pesado y ventilado de su respiración difícil.
Después lo encontrábamos y nada más que con una seña, algunas veces con una orden, nunca con un grito, él volvía, manso y tranquilo, al lugar de donde había salido, nuestro altillo.
También era muy cierto que habíamos llegado a lograr cierta armonía entre todos. Por ejemplo, nunca nos hicimos daño, ni nunca nos faltamos el respeto, nunca nos gritamos, ni nos peleamos, ni nos agredimos verbal ni físicamente. Él era un bicho bueno, eso se notaba. Desde el primer día que llegó a la casa. Él lo único que quería era un lugar en donde lo dejaran vivir en paz. Y parece que en casa lo logró. También es cierto que nos terminamos queriendo. Nosotros lo queríamos y él también a nosotros. No entendíamos la vida sin él. Él tampoco entendería su vida desprendida de la nuestra. Sabía de todos los movimientos de la casa. De todos sus habitantes. De los parientes y los amigos. De nuestros horarios. De los horarios de los otros. Nos quería. Nos queríamos.
Tratábamos siempre de no dejarlo solo. Entre otras cosas porque sabíamos que él no podía bastarse por sí mismo y dependía de nosotros.
Era por eso que tratábamos de salir en distintos turnos. De los amigos, a clases, a trabajar, de vacaciones. Él era como nuestro bebé grande. Aunque fuera un bebé de bicho. Sabíamos que dependía de nosotros. Lo teníamos a cargo.
Era nuestra responsabilidad. Porque queríamos. Nada más. Siempre supimos que podíamos desligarnos de él cuando tuviéramos la voluntad. El tema es que esa voluntad no nos llegó nunca. Preferimos guardarlo en el altillo y tenerlo. Como el engendro real de nuestro propio imaginario. Cuidándolo. Cuidándonos. Para que nunca le falte nada. Para que nunca nos falte nadie.
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