CONTRATAPA › DIARIO DE VIAJE
› Por Beatriz Actis
"Somos, te digo, inverosímiles" (José Watanabe)
Se asomó a la vereda lluviosa y giró la cabeza hacia la derecha; vio al fondo de la calle, que a esa altura descendía, la copa de un lapacho florecido contra las paredes grises del edificio de la Aduana. Esa imagen le alegró la mañana. Después entró a un cíber y buscó datos sobre lugares en que vendieran monociclos; no eran fáciles de encontrar. Al fin dio con uno, pero no en la ciudad sino en un pueblo cercano. Se subió al micro en la Terminal después del mediodía y por la ventanilla vio el campo, monótono, interminable (saliendo de la ciudad, ya no llovía). Tenía por delante dos horas de viaje.
Bajó en el pueblo a las tres de la tarde. El lugar parecía vacío por completo. Preguntó por la dirección en una estación de servicio; caminó unas diez cuadras --había veredas que ostentaban, como en la ciudad, altos lapachos florecidos-- y llegó a una casa sencilla, sin ningún cartel que la identificara como comercio. Lo atendió un hombre de unos sesenta, sesenta y cinco años, o tal vez más. Le dio la mano y lo saludó, pronunciando un apellido italiano a modo de presentación. Lo hizo pasar y le dijo que era su hijo quien ofrecía a través de Internet los monociclos que él fabricaba. Fueron hacia el garaje, convertido en taller; para eso atravesaron la cocina, en donde una mujer, la esposa del fabricante, estaba preparando el mate. Lo saludó con una sonrisa y dijo: "Enseguida les voy a cebar".
El monociclo era rojo; la pintura brillaba, impecable. El hombre le empezó a contar cómo había empezado "en esto". Había trabajado más de treinta años en la bicicletería del pueblo cuando se le ocurrió experimentar ("probar", decía). Construyó, primero, una bicicleta doble de las usuales ("comunes", decía), después se le ocurrió la idea de una bicicleta doble pero horizontal, en la que los dos ciclistas fueran sentados uno al lado del otro y hubiese cuatro pedales.
Hacía unos años, un circo pobre había dado funciones en las afueras y el dueño le encargó un monociclojirafa sobre el que los malabaristas harían sus acrobacias: "Fue el primero que construí de ese tipo". El hombre había tenido miedo de que no le pagara, pero el dueño del circo sí lo hizo y además le regaló entradas para la función. "Los llevé a los dos nietos, dijo, y vino también la patrona". La patrona asintió; en ese momento, estaba esperando que el visitante le devolviera el mate, corto, dulzón y con gusto a hierbas serranas.
Después le preguntó cómo se le había ocurrido comprar un monociclo, para qué lo quería (debía llamarle la atención que fuera una persona de edad madura y sin aspecto de trabajador circense o de hacer acrobacias en las esquinas a cambio de propinas). El visitante sonrió. Dijo susurrando: "Berretines", y pareció que era la primera vez en su vida que pronunciaba esa palabra.
Antes de que se fuera, el constructor le mostró su tesoro: un velocípedo. Lo tenía en un rincón, cubierto por una funda. Lo destapó como en un acto de magia, tal vez como influencia del circo del que de alguna manera formó parte. El visitante solamente había visto velocípedos en dibujos animados o en películas mudas. Le dieron ganas de salir al patio o a la vereda para probarlo, pero el constructor no le ofreció esa posibilidad y a él no le pareció bien pedírselo. Al final, fueron a lo concreto.
El visitante examinó el monociclo, lo levantó; resultó ser liviano. El precio era razonable, el visitante ya estaba al tanto porque era el que había estipulado el hijo del constructor a través de Internet. No lo probó porque tendría que practicar mucho antes de lograr el equilibrio necesario para treparse y andar.
El visitante ya había cruzado la puerta cuando el fabricante volvió a hablar: le pidió que, cuando pudiese dominarlo, por favor volviera. "Nunca vi a nadie viajar en uno de mis rodados (pronunció "rodados" con cierto orgullo), salvo en el circo", dijo. El visitante hizo una vaga promesa de que regresaría, heroico, montado en su rueda.
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