Jueves, 25 de julio de 2013 | Hoy
Por Víctor Zenobi
Ella era muy joven, yo en cambio le llevaba unos cuantos años, incluso de desencanto, mi matrimonio era un desastre y como yo no tenía una meta definida y hasta cierta errancia eran mi costumbre, decidí reingresar en el profesorado para terminar la carrera de letras que había dejado inconclusa. De hecho mi apatía se debía a mi ideología anarquista que yo utilizaba para ocultar lo vaivenes internos que nos hacen vacilar en nuestras intenciones. En el profesorado nos tocó ser compañeros y me alegraba verla tan suelta, tan ligera y sutil en el deslizamiento que hacía de su cuerpo y las expresiones de su rostro que por cierto, era uno de los más bellos que yo haya conocido. Lo que no alcanzaba a notar en toda su dimensión era su tremendo regocijo, propio de una fuerza que le daba a la vida el valor y el impulso que la vida misma exige, para demostrar la magia de su misterio. Un día, un día como cualquier otro en que nos reuníamos para estudiar en grupo, sentí algo en su mirada que, como era por demás de directa, me dijo que algo le pasaba conmigo. Efectivamente era así y no vaciló en develarlo en unos instantes, sin el tapujo estúpido de aquellos que deben guarecerse de vaya a saber qué... Tuvimos un ligero flirteo que osciló por mi condición y ella me dijo que salía con un amigo bastante talentoso. Yo lo acepté de inmediato, no sin un cierto malestar reprimido como el que sentimos cuando somos desdeñado. Pero enseguida lo revirtió y una noche caminando por la senda de la costanera, sintió la sorpresa de un beso, porque dijo que ella siempre llevaba la iniciativa. Creo que nunca lo olvidaré. Pensé en esas jóvenes sesentista a las que no estábamos del todo acostumbrado, pensé y sentí en el instante que ella era todo mi riesgo. El riesgo de mi vida, de la que yo llevaba como llevan muchos hombres de cualquier lugar, salvo que son muy pocos los que se atreven a alterar el curso habitual de sus vidas. Por supuesto, nos seguimos viendo y cada vez la pasión iba en crescendo, tal vez por la medida del mutuo conocimiento, de lo que profesábamos. ¿Quién lo sabe? Yo me separé y una tarde en que ambos paseábamos por las playas de un verano en las riberas del norte, sentí que estaba enamorándome. Durante muchos días me fue imposible pensar en otra cosa que en sentirnos el uno en el otro, varias veces en el día. Pero al mismo tiempo, sentía un cierto temor, un temor adverso de pensar en su belleza y en su juventud. En esos momentos, yo trabajaba y estudiaba y no había logrado consolidar mi relación con la literatura como yo la soñaba. Yo me sentía por lo menos un hombre inapropiado y todo los lugares donde pasaba sin ella me parecían un sueño evanescente bajo la gravitación de los astros. Además, cosa que no pude decir, para mí subsistía un cierto fantasma ancestral de mi vida que había sido tan gravitante, como un cilicio de la noche que mortifica cada vez más la carne. Y sin embargo, algo me arañaba por dentro reavivando de un modo intenso y extraño todo lo que puede un deseo. Esa mujer era alta y hermosa como una diosa mitológica cuya mirada y su sonrisa sobrecogían el límite del pudor y la osadía. Durante un tiempo, un tiempo tormentoso por todo lo que significaba para mí un cambio radical, yo alteraba el libro o mejor dicho el borrador de mi vida y debía superar obstáculos que a veces se me ocurrían insalvables. Pero su persona podía más. Sobre todo su rostro. A veces, por las noches, mientras dormía, yo pasaba un tiempo imaginando los rostros de las deidades antiguas, y de repente, inusualmente, me asaltaba la extraña y amarga sensación de que esa mujer era mucho para mí. De que ella permanecería por un tiempo hasta que comprendiese por ella misma su valor inmenso. En momentos así, yo que había dejado todo, sentía la vida como una trampa y no podía destrabar el engranaje para comprender el fascinante mecanismo que ella promovía. Para colmo, en una de esas tardes en que nos entregábamos al sol me dijo nombrándome: No sé, pero hasta aquí y ahora, yo te amo. ¡Hasta aquí y hasta ahora...! esas palabras me recordaban que la característica de un segmento está acotado, tenía su límite y mi vida estaba plagada de límites imaginarios y reales de los cuales me costaba deprenderme. De todos modos, sentí un placer agridulce de algo que no pude comprender ni siquiera tolerar. Me parecía que estaba en manos de un acto más grande que yo, demasiado grande para que yo lo obtuviese y sentí un poco de temor y en pleno verano un temblor frío. Estúpidamente pensé en que habría un momento absolutamente reversible para este que se daba y yo no poseía la virtud de vivirlo, estaba como contaminado de pasado y de futuro, atrapado como un insecto en la tela de la araña que aguardaba para devorar a su presa. Entonces callé. Pero dentro mío sentía la recriminación de desalojar de mí lo más precioso que me había concebido la vida en esos momentos. Días después, en una tarde absurda frente al río, sobre la barranca del parque me atreví como pude, torpemente, a decirle adiós, sabiendo, sintiendo que era un gran error que estaba cometiendo en mi vida. Lo único que atiné a pensar como pretexto, era que se trataba de que ella me había dicho que podíamos llegar a tener un hijo y que esperaba que yo no retrocediera. Pero ni siquiera eso era cierto... La gente suele tener ideas confusas acerca de uno mismo, me alejé extraviándome en historias pueriles que no hacían otra cosa que enmascarar lo que en realidad sentía. El rumor de una bestia entre las bestias, el del macho contrariado y exigido por la necesidad de devorar, el hombre nacido en el espesor del semen, la sangre y con la marca de la muerte que desde poco tiempo atrás se había vuelto una presencia concreta e ineludible, a partir de otra mujer que había consentido sellar su corazón con un disparo. No me di cuenta que esa mujer era en gran parte mi marca y que yo debía desalojar de mí el profundo misterio que ella entrañaba.
Por supuesto fui al psicólogo para sentir al cabo de cierto tiempo, que yo era uno más de la especie que tiene en común lo que llamamos estructura y la mía siempre destilaba una especie de destello fascinante por las pérdidas. Y era tal el sentimiento que me alojaba, que se convirtió en un pensamiento que daba vueltas en mi cabeza hasta el paroxismo del atontamiento. Entonces contacté otros rostros que comenzaron a jugar dentro de mí con inscripciones extrañas, valoradas por la repetición de las mismas letras que acariciaba con fervor en los cuerpos de otras mujeres como si pudiese descifrar en ellas la clave secreta y el sentido de todo lo escrito por mi destino. Así la perdí. Verdaderamente así la perdí. Por supuesto, la vida está cargada de compensaciones y si uno no es un tonto, siempre encuentra el modo de retornar al redil de nuestra especie que es justamente el más gregario, pero también el más falaz y el más cruel. Yo sentía desde hacía mucho tiempo una puntada de dolor, incluso de rabia, de odio, sólo que no sabía bien hacia qué, tal vez porque no me atrevía a arrostrar a la mujer esencial que lo había anudado. Me perdí en contactos pueriles; quería creer que el izamiento de un deseo momentáneo podía desalojar lo que estaba más allá del mismo, había visto tanta banalidad y tanta desidia alrededor, que no me sobraba la cabeza para pensar en eso. Una voz varonil que provenía de mi mismo, me repetía, no cedas, no cedas, pero tenía que reconocer que no era voluntad lo que me faltaba, sino la dureza consistente en sostener lo querido a una distancia prudencial de uno. Esa joven me quemaba, me ardía por dentro con todo el fuego juvenil de lo anhelado, de lo soñado, de lo simplemente querido y tuve miedo. Me sentí envuelto en la banalidad de un turbio vacío y me dije, no tengo que juzgar, ni reflexionar, ni siquiera elegir, sólo seguir los pasos que me dicta el camino. Entonces, supuse que mi vida persistiría siempre con la mira en un punto brillante, lejano e ineludiblemente perdido y pese a todo, incluso a la tristeza y desazón con que suele asolarme algunas noches o hacia la hora propicia del atardecer, me conformo sobreviviendo en la pérdida con la esperanza absurda de que no todo ha concluido o al menos que no concluirá hasta el momento en que mi propia vida diga basta.
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