CONTRATAPA
› Por Miriam Cairo
Uno tiende a olvidar que el gallo celestial es un ave de pelaje de oro que canta tres veces al día, pero recuerda con facilidad dónde estacionó el auto.
La desdicha ya no tiene nombre.
Uno tiende a olvidar que el gallo celestial canta por primera vez cuando el sol toma su baño matinal, luego cuando el sol está en el cenit y por último, cuando se hunde en el poniente. Pero recuerda el número de su documento.
La memoria tiene sus propias estrategias.
Uno tiende a olvidar que el primer canto del gallo celestial sacude los cielos y despierta a la humanidad. Sin embargo recuerda la fecha de su nacimiento.
La verdad tiene límites.
Uno tiende a olvidar que el gallo celestial es el antepasado del yang, pero recuerda los horarios del colectivo.
La lástima no alcanza.
Uno tiende a olvidar que el gallo celestial está provisto de tres patas y que anida en el árbol fu-sang cuya altura se mide por centenares de millas, pero recuerda calle y número del propio domicilio.
El olvido, hay que admitirlo, es la pasión de las multitudes.
Uno tiende a ignorar que la voz del gallo celestial es muy fuerte; su porte, majestuoso; pero tiende a saber que los boletos de avión son más económicos en temporada baja.
Y hay cuerda para rato.
Uno tiende a olvidar que el gallo celestial pone huevos del que salen pichones con crestas rojas y en cambio recuerda cuál es la capital de Francia.
En fin. Las condiciones no están dadas para salvarnos del error.
*
Yo recuerdo haber leído a un escritor que recordaba haber leído a otro que decía cuánto le costaba mantener un tiempo verbal coherente. Y luego de recordar eso, escribió que una mujer se sacaba la ropa muy lentamente, obedeciendo a un personaje que prometía no mirarla. Pero el personaje la miraba. Nada más que leer para saberlo: "inmovilizado en la contemplación retuvo el humo en la boca".
El narrador en su mundo. Pero el escritor sabía bien que esa contradicción rayaba con el engaño. Entonces la mujer desnuda le dijo: "pero usted escribe" y el personaje la abofeteó delante del narrador, que ni se atrevió a mirar a los ojos al escritor porque detestaba que sus personajes se le fueran de las manos. Luego los protagonistas desaparecieron por unos segundos, o una eternidad, cuando el escritor volvió a la cuestión de los tiempos verbales. Desaparecieron es una forma de decir, ya que los tiempos verbales la colocaron a ella en situación de coste y a él en situación de cobro. Siempre lo digo. Las conjugaciones son un escalofrío. Ella en tercera persona cayó de espaldas sobre su abrigo y el que fumaba sopló el humo en cámara lenta entre sus piernas. El escritor relataba todo desde la perspectiva del narrador, haciendo zoom a veces sobre los pies de la mujer, a veces sobre la espalda del hombre que entraba y salía del crepúsculo como una bestia sin alma. La mirada del narrador transitó la escena durante un tiempo largo, sin corte, al modo de Martin Scorsese, recorriendo el Copacabana en Uno de los nuestros. Y el narrador puso verbos en segunda persona en la boca de la mujer. La pregunta salió ardida de los labios, rodó por el cuello como un huevo blanco, tierno y tibio en su interior, pero envenenado. Luego se puso de frente al personaje y apoyó su hermosa mano cerca del pubis. La pregunta dio un giro alrededor de la lámpara que colgaba del techo. El personaje respondió con verbos conjugados en primera persona y el narrador ni mencionó los azules guardados bajo siete llaves porque el escritor iba tras el policial negro. Entonces, a toda prisa el narrador tipeó el movimiento repentino de la mujer, que sacó en tercera persona el revólver del abrigo sobre el que había caído desnuda, y gatilló sin onomatopeya. "Hijo de puta", gritó, sin signos de admiración, porque el escritor los detestaba. La mujer tomó el teléfono y la imagen se partió en dos, al modo de Confidencias de medianoche de Michael Gordon. Y todo lo demás quedó en manos del lector, porque él tiene la última palabra.
*
Por el agujero de la memoria cae una criatura con alas de brillante verde.
Yo la esperaba.
Madrugada.
Mes de agosto.
Año 2013.
Tiempo real.
Voy inventar un cuento, una bengala, una espuma. Con los labios. Con el humo. Con los dedos. Voy a inventar una noche párasita, una luna mordiente, un camino falso. Con el pájaro. Con el lápiz. Con el miedo.
Resplandor desde arriba. Es la golondrina. Es la distorsión. El hombre del bar me mira sin saber que escribo sobre la mujer con una rosa amarilla en la mano. Mi amiga dragona tiene un dibujo dorado con la misma mujer de espaldas. La mujer con la rosa no es ella ni yo. Es la mujer de espaldas con una rosa amarilla en la mano. Es la ensoñación.
Es casi imposible que a pleno sol se distinga un temperamento narrativo de un temperamento poético. Un pájaro de una azucarera. Una mujer de una estatua. Pero son necesarios, sin dudas, puesto que existen.
En tiempo real camino desde el bar hasta mi casa.
Ubico uno al lado del otro al gallo bataraz de la tía Nélida y el gallo celestial de Borges. No encuentro que uno sea más real que el otro. Incluso cuando coloco las palabras "gallo celestial" frente al espejo, éste me devuelve un gallo lumínico, casi bataraz, en sus rayos divergentes. Uno tiende a olvidar que el mundo es un espejismo.
Día siguiente. Tiempo real.
Las siete de la mañana. La empleada municipal cierra la puerta de su casa. Está llegando tarde al trabajo.
Diez de la mañana. Tiempo real. La vecina barre la vereda de este a oeste. Decisión tomada por la dirección del viento.
Doce del mediodía. El taxista baja a almorzar.
Tres de la tarde. La pediatra abre el consultorio.
Cinco de la tarde. Tiempo real. El editor decide el titular de primera plana.
Siete y media. El mecánico de motos cierra el taller.
Nueve de la noche. El verdulero entra los cajones con fruta.
Doce de la noche. El camión recolector se detiene junto a mi ventana.
Dos de la mañana. Tiempo real. Yo, sin variaciones. Voy inventar un cuento, una bengala, una espuma. Con el pájaro. Con el lápiz. Con el miedo.
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