Jueves, 5 de septiembre de 2013 | Hoy
CONTRATAPA › EL BOTE
Por Beatriz Vignoli
Pudo ser otra cosa: el encuentro en la orilla de la plaza oscura, bajo una luz artificial tan clara como un pensamiento. Pudo ser llegar y ver de lejos la sonrisa en la cara del Colo Irazusta como un sol en invierno. Pudo ser volver a comenzar, los lazos de amor y sus pesados macetones de hormigón en otra casa; tirar todos los diarios, acostumbrarse de a poco al otro cuerpo. Los mismos puntos de capitón, en otro territorio. Las carnes asadas del funeral servidas como fiambre de la boda, dijera doña Gertrudis, la reina dánica del cotillón isabelino. Lo teníamos todo para que este otro ocupara aquel trono del fantasma y comprar sábanas nuevas: es decir, no teníamos nada. Teníamos el vacío, que es la condición de posibilidad de todo. Teníamos dos muertos: un ahogado, un ahorcado. Y aún así, no aprendimos a cuidar las vías aéreas. Del aire depende el corazón, a los cincuenta. O casi. Y había un abogado desaparecido, como siempre.
Pudo ser otra cosa pero fue primero el alarido. O no. A lo mejor piaron primero los pájaros, pero no los oímos. Una alarma animal, una máquina de carne y pelo y plumas: el piar, el ladrido. Más que un ladrido, un aullido deforme. De dolor, quizás. O de miedo. Debe haber luchado con el perro negro, al otro lado de la nube de chillidos, el intruso. Que no era tal, según luego se supo. Los intrusos éramos nosotros: nosotros dos. El Colo Irazusta con el papel amarillento en la mano como la calavera del payaso. Yo escuchando sus parlamentos líricos y aplaudiendo, un banderín al viento. El milico estaqueador de su compañero el Lucho, yaciendo cual Ofelia excedida de peso en su departamento junto al río, sin ningún sospechoso procesado y orillando ya la carátula de suicidio. La conjetura fácil: el juicio por crímenes de lesa humanidad en curso, el pacto corporativo de silencio, las presiones al teléfono, la audiencia que ya no tendría lugar.
Pudo ser creer en la conciencia de los asesinos y la justicia del mundo y archivarlo todo, un Alplax para dormir luego de la salida con entrecot y guarnición. Pudo ser aquel el primer día del resto de nuestras vidas consagradas a la difusión de la obra póstuma de un ex combatiente. Pero fue el último. El último día nuestro en la casa de Agustín, que siempre extrañaremos. Fue el día de la ira. La ira del hermano de Agustín, según supe por el Colo, que atinó a susurrarme de quién se trataba el invasor que luchaba con el perro. Invasor de lo propio (Irazusta supo demasiado sobre esto, y demasiado pronto).
Era un dueño el tipo flaco y lleno de furia que abrió la puerta y entró con una pala, a las puteadas, con dos tipos atrás, cada cual con una pala, y sin hablarnos a nosotros ni preguntarnos nada ni decirnos ni hola se fueron los tres al fondo y se pusieron a cavar.
¡Hay que cavar!, gritaba uno de los otros dos; le gritaba, digamos, el mediano al alto. Hay que cavar, ¿no es cierto, Ruso? Vos dijiste que había que cavar, que sólo así sabremos quiénes fuimos.
Lo que faltaba, dije, el alivio cómico de los sepultureros. Lo que faltaba para que esto fuera una tragedia satinada y perfecta.
Estás por besarte con quien habrá de ser tu socio en la refundación del universo, e irrumpe una cuadrilla. Tres tipos grandes, más o menos como nosotros: tres tipos de cuarenta y pico o de cincuenta, y nuestro perro negro que les caracolea y gime alrededor.
Y yo preguntándome por qué no me habré tomado el 107. ¿Será una performance? ¿O serán los tres chiflados? Los tres en el jardín. Ahí están, cavando una trinchera. O una fosa. No se sabe. Le pregunto a Irazusta si sabe qué está pasando pero no dice nada, ni me mira, tiene las mandíbulas apretadas como una fiera y está por abalanzárseles.
--Metámosle, miren que yo a la nochecita tengo la cena de Año Nuevo --dice el alto.
--Pero estamos en septiembre --gruñe el que parece ser el jefe, el más petiso de los tres. Hay una relación de proporción inversa entre estatura y autoridad entre los excavadores. Los miro encarnizarse con la tierra, como deidades patriarcales nuevas sepultando a las antiguas diosas matriarcales. Y el jefe que putea y el alto que se queja:
--Me cansé.
Entonces Irazusta los enfrenta.
--¿Qué hacen? Buenas tardes?
--¿Qué hacen ustedes dos acá? --nos ladra el hermano de Agustín.
--Shaná Tová --saludo al alto.
--Tomátela --me recomienda un tanto bruscamente el Colo.
Nos enzarzamos los cuatro en una discusión completamente absurda mientras el tercero de los excavadores, el mediano, el gritón, callado ahora, sigue cavando. Pienso que si fueran un trío de rock, él sería el bajista. Pronto sabré que, en efecto, es bajista. Seguramente le guste la magia negra, o tenga esclavas en el sótano; prejuicios míos.
El bajista cava desesperado hasta que se oye un clinc inconfundible: metal contra hueso. Un sonido doom metal.
--Acá está --informa el bajista.
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