CONTRATAPA › DIARIO DE VIAJE
› Por Beatriz Actis
Sabía, por mera intuición, que viajar no cambia la existencia del viajero absolutamente para nada. Sin embargo, en aquella ocasión, viajó como quien cumple una obligación pero abriga al mismo tiempo alguna secreta esperanza. Mientras se preparaba para el vuelo, en una librería de Ezeiza compró una guía de Londres. Se había negado a proyectar itinerarios con anticipación, mientras su padre -entrometido y sobreprotector- le preparaba el equipaje atiborrado de ropa de invierno y de accesorios inverosímiles en el Litoral, adonde vivían: guantes térmicos y calzoncillos largos que seguramente nunca llegaría a usar en su nuevo destino. Su padre actuaba como lo hubiese hecho la madre ausente, tratándolo como a un niño.
El no conocía Europa y nunca había viajado solo, pero había cumplido hacía poco la mayoría de edad, lo que le permitía viajar impelido por el deseo de su padre pero sin su autorización expresa en los papeles. Su tío lo esperaría en el aeropuerto y desde allí viajarían en tren hasta el departamento en donde vivía, en un edificio cercano a la catedral de Saint Paul, que a esa altura era para el viajero reciente solo un nombre en las páginas de la guía recién comprada. Eso era lo que su padre y el hermano de su padre habían planeado para el momento de la llegada.
El tío (un personaje peculiar, como todos en la familia) le había pedido que le llevara alfajores santafesinos y había agregado a las curiosidades locales que se añoran en el exilio un palo de lluvia. "Traélo", dijo por teléfono. "¿El palo? -preguntó él-. ¿Que me lo lleve en la valija, decís". Al palo de lluvia lo había comprado el tío durante un viaje a la Argentina para visitar a amigos y parientes; aquello había ocurrido hacía unos años, en las sierras de Córdoba, y desde entonces envejecía apoyado contra una de las columnas de la sala de la casa familiar. Preparado para el clima seco de sus orígenes, el palo mostraba un comportamiento fuera de lo común en lo que había sido su nueva vida en el Litoral: se dilataba por la humedad y sonaba solo, como una castañuela o la voz ronca de un sapo en el medio de la noche. La familia tardó en descubrir que era el palo el que emitía ese sonido poco común en un rincón oculto de la casa, en aquellas horas de la madrugada en las que los ruidos más tenues -un ladrido lejano, el gotear de una canilla- se amplifican para atemorizar a los insomnes (y en aquella familia, el insomnio era una herencia difícil de dilapidar).
El viajero reciente dudó: el palo no ocupaba mucho espacio, podía colocarse atravesado en la valija, pero hacía ruido. Finalmente, lo envolvió con cuidado entre los calzoncillos largos. Fue su única participación en la preparación del equipaje, ante la mirada asombrada del padre: "¿Te vas a llevar el palo? No seas ridículo". "El tío me lo pidió", alcanzó a decirle. El padre lo miró con preocupación, pensó que imaginaba que en el aeropuerto podían desarmar el palo creyendo que las semillas eran no sé qué rareza prohibida y sudamericana. Pero a él esa posibilidad no le importaba. El tío era así, hacía esas cosas, y en la familia lo consentían a pesar de su edad (el padre siempre había representado el hacer responsable, el sentido común, se había quedado en su país y en su ciudad para cuidar al abuelo y ocuparse del negocio común; su hermano, en cambio, había escapado hacia Londres sin detenerse un segundo siquiera para mirar atrás). En esa familia había, además, otras particularidades: las mujeres eran siempre las primeras que morían, contrariando las estadísticas sobre longevidad femenina que publican las revistas.
"En Londres es invierno y no hay mosquitos", había sido el mensaje de la primera postal enviada por el tío para invitar al joven sobrino a conocer Europa. El tío se negaba al e-mail y ya tampoco sentía deseos de escribir cartas largas; como los telegramas habían caído en desuso, prefería garabatear alguna frase en postales estereotipadas: el sobrino recibió una sucesión de imágenes de los leones de Trafalgar Square y del Big Ben en la noche iluminada que instaban a visitar al hermano de su padre. La familia tenía un lejano parentesco con los Urondo, y el padre y el tío recordaban que, siendo niños, habían conocido durante unas vacaciones a Francisco, el poeta, en el pueblo de Sauce Viejo, sobre el río Coronda, en donde en ese entonces tenían una quinta, ahora abandonada. "Sólo el zumbido de los mosquitos planeando sobre nuestra inquietud", decían unos versos de Paco referidos a aquel lugar y a aquella época. El padre, que había leído la postal, consideró que la valija estaría lista para ser cerrada sólo cuando acomodase entre la ropa de invierno -quizás se tratara de honrar así la memoria sobre los fríos europeos de los antepasados inmigrantes- un libro de poemas de Paco Urondo con aquellos versos sobre los mosquitos subrayados en azul. Así lo hizo, y aquella fue la despedida.
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