Lun 23.09.2013
rosario

CONTRATAPA

Diez centavos

› Por Dahiana Belfiori

Anda cansada María. Con ganas de tirar la chancleta, de no patear más hacia cada esquina de la ciudad. Quiere quedarse parada en la intersección de dos avenidas transitadas y que hagan con ella lo que puedan, lo que les salga. Lo más probable es que se arme un revuelo de autos y colectivos y que le lleguen los gritos y los insultos de los taxistas. Al menos no sentirá indiferencia. Al menos será alguien en la vida. Sonreirá ante cada gesto de ira. Tal vez sea feliz ante el enojo generalizado. Total, su vida no vale ni los diez centavos que alguien le escupe de vez en cuando desde el fondo de un bolsillo de saco de sastre. Diez centavos. No vale nada su vida, porque las vidas no valen nada, María. María lo sabe, lo supo cuando ese señor la echó de la casa materna, después de haber rasgado los sueños de patio y caracoles que tenía. Desde ese día camina. Caminó tanto que llegó de un pueblo terroso a esta ciudad humeante. Pueblo y ciudad son lo mismo para María. En ambos la ropa se mancha, en ambos se perdonan los crímenes. Anda con ganas de quedarse parada. Erguida como estaca torcida, como espantapájaros encorvado. Cada vez más se la adivina como quien busca algo perdido, como quien anticipa en el infinito transcurrir del tiempo la desesperación por algo que sabe que no llegará. Se le nota lo cansada; se le nota por el modo de arriar su humanidad sobre las veredas de las calles anchas; se le nota cuando apoya la mirada ida sobre el suelo, sobre cada baldosa que va pisando ya sin consuelo. En ella no hay indiferencia. Es desánimo lo que la ata a la vida, es dolor quieto, invisible. Esa clase de pena tatuada en el crecimiento de las uñas que no provoca más que un mohín para evitarla en quien la mira por sobre el hombro y pasa a su lado en el apuro del día joven. La indiferencia es del entorno, siempre lo fue. La indiferencia se le pega en la ropa raída, en ese pañuelo sucio que cubre su cabeza en pleno verano y bajo la llovizna de invierno. María está vestida de indiferencia.

***

El stiletto de cuero rojo lustrado balancea su brillantez sobre la punta del pulgar de un pie delicado, joven, que persiste en su olvido del aire que rodea la escena. Sobre el empeine de curva languidez continúa el lustre del cuero, amalgamándose con la piel todavía sin manchas, sin várices. La piel fresca y tensa de una pierna respira sin historia en la historia y en la vida de esa muchacha voluble que se ha entregado al placer de su cuerpo en contacto con otro cuerpo. Ahora disfruta impune del humo entrando por su boca y contaminando todo lo que toca. Maravilla en su dejadez, en su plácido abandono del mundo.

***

En la calle no somos todas iguales. Un par de días atrás, una joven entra a comprarse un par de zapatos rojos, altos, bien altos. Tan altos que acentúan su ignorancia. Al lado de la vidriera, María está expuesta. La única ostentación es la de su pañuelo. Y tal vez un vaso de vidrio, vacío, que tomó prestado de alguno de los bares por los que deambula y que ahora hace las veces de gorra o sombrero en donde cada quien deja caer su indiferencia. En el vaso tintinean las monedas, resonando según su peso. María las distingue. Hace un par de días una joven perfumada entra a la zapatería. Diez centavos caen a su paso. María no la mira, no es necesario. Conoce de memoria el peso de la indiferencia. Cuando logre juntar unas cuantas, hará una lluvia de monedas sobre la avenida transitada. Quizás el brillo encandile a alguno de los que pretendan insultarla y un choque múltiple la libere de su inagotable cansancio. Es probable que se escuche tal carcajada, que hará que se hiele la sangre de la tierra.

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