CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías *
Justo en el recodo en que el camino se ensanchaba hacia el campo, vimos junto al yuyal que disimulaba su pelaje, un pequeño cachorro de cuis, herido. Por más que lo cuidamos y que pusimos todo nuestro esfuerzo de pequeños samaritanos, el pobre animalito murió. Y hubo que enterrarlo. Lo pusimos en una caja de zapatos que nos proveyó nuestra madre, y la atamos con un piolín para que la tierra no ensuciara ese cuerpecito que no llegó a crecer. Cavamos luego un pozo con un cuchillo grande y oxidado justo en el medio de las tres plantas de granada que estaban frente a la cocina.
En nuestras habituales incursiones hacia los campos vecinos no era raro que volviéramos con algún animalito pequeño (porque siempre son los más indefensos) que nos servía de mascota, hasta que en un momento de descuido, buscaran la libertad que le habíamos quitado y huyeran en su busca.
Con los teros nos iba mejor, porque los recogíamos muy pichones, cuando aún no volaban y se les podía dar de comer carne cruda o pan mojado con leche y cuando crecían un poco ya se arreglaban con las lombrices y los bichitos de la quinta.
Me parece verlos: la cabecita pequeña, con sus rojos ojitos vivaces y la colita en la nuca de una breve cerdilla, el pecho blanco y las alas grises desvaídas e incoloras al principio, lustrosas en la adultez, inclinar esa cabecita breve como a la escucha del paso subterráneo de una lombriz que de improviso "pescaban" de un certero picotazo. Yo observaba esa operación con fascinación renovada una y otra vez.
Mi padre, apenas crecían, les cortaba algunas plumas del final de sus alas y ya no podían volar. Los amaba porque decía que eran muy guardianes, "muy centinelas" era su expresión. Apenas ladraba el perro, ellos gritaban y si venía un extraño a golpear las manos en la vereda y el can no se percataba, ellos daban el alerta y allí salía el ladrido. Era una perfecta sincronización de ruidos animales, coordinados no sé por quién. Aunque les parezca increíble, no sucedía nunca con nosotros y yo me hacía la ilusión que era porque nos reconocían.
En casa tuvimos varios durante toda mi infancia, algunas veces si encontraban de casualidad la puertita de tejido abierta que daba a la calle, aprovechaban la oportunidad para huir, salvo uno de ellos que tuvimos muchos años a quien mi madre había bautizado "Pepito", que entraba descaradamente hasta la cocina, "como Pancho por su casa" como ella siempre repetía y se instalaba allí y no se iba hasta que alguien le tiraba un poco de carne picada. Y cuando mi madre golpeaba el cuchillo contra la tabla venía corriendo aunque estuviera en las más lejanas estribaciones del terreno. A veces ella sólo picaba ajo y perejil y el pobre "Pepito" se iba defraudado y cabizbajo, como un niño decepcionado, a buscar mejores vientos para su alimentación. Y no era raro que pescara una buena isoca, gorda, blanca, si mi padre estaba punteando la quinta, otro de sus manjares.
Cuando la familia Correa se mudó a Buenos Aires, Miguel, mi amigo y compañero de primaria , el menor de todos los hermanos, me regaló una gaviota blanca, traída del cañadón de Compañy. Era muy voraz y se pasaba todo el día comiendo y también venía al golpe del cuchillo sobre la tabla para robarle la comida al pobre "Pepito" que no lograba hacer respetar su antigüedad en la casa. En poco tiempo lo aventajó en confianza. "Potota" así se llamaba era muy blanca, con el pico muy rojo y una estría de plumas marrones en la cabeza, un día encontró la puertita abierta de la calle y no desaprovechó la oportunidad . La buscamos largo rato con el "Toto" Míguez, pero no dimos con ella. Habría vuelto a su habitat de juncos y aguas barrosas, para ser más feliz allí entre sus numerosas congéneres.
En una ocasión mi padre trajo un pequeño búho de los galpones donde la Cooperativa Agrícola almacenaba cereal. Era un pichón y tenía los ojos inmensos, desproporcionados con el resto del cuerpo; durante un día lo tuve encerrado en un cajón con un pedazo de tejido como tapa, para darle oportunidad de respirar. Mantuvo los ojos cerrados, es decir durmió mientras duró la luz natural, y a medianoche, huyó.
Ante mi decepción por la pérdida temprana de mi mascota (que sería única, porque nunca más ninguno de nosotros tuvo un búho en su casa) mi padre me explicó que era un ave eminentemente nocturna y que era muy útil al hombre ya que comía todo ratón que se le cruzara. A mí no me importaron sus razones "de adulto", yo ya lo había adoptado y hasta bautizado con el nombre de "Juan", pero duró poco. Algunos de mis amigos ni siquiera lo vieron. Pero el inefable "Toto" Míguez, daba fe que yo no mentía, porque apenas mi padre me lo trajo, le silbé vivíamos tejido de por medio y él presuroso lo saltó y vino a admirar "mi" buhito.
Aunque mi padre prometió traerme otro a la primera oportunidad, nunca cumplió. Yo me consolé porque en ese tiempo temprano, uno cambia de intereses con facilidad.
Y tal vez lo olvidé porque habré intuido que nunca llegaría a ser amigo mío, no digo como "Cacho", mi perro, que me seguía a todos lados, siquiera como el interesado "Pepito"; pero no, algo me decía que un bicho con semejantes ojos inmensos, que parecían espiarlo todo, con esa cabeza inmutable, con el tiempo tendría algo de pesadilla, algo siniestro, aunque yo en ese tiempo no sabía el significado de esa palabra.
Con el tiempo lo aprendería, con creces, pero eso ya es "harina de otro costal" como gustaba repetir Roberto Arlt.
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