Lunes, 14 de octubre de 2013 | Hoy
Por Juan José Bereciartua
"El trueno cae y se queda entre las hojas.
Los animales comen las hojas y se ponen violentos.
Los hombres comen los animales y se ponen violentos.
La tierra se come a los hombres y empieza a rugir como el trueno".
Augusto Roa Bastos, El Trueno entre las Hojas.
El sábado a la tarde cuando entramos a la matinée vimos el afiche en vivos colores. Sobre la pared que daba a la calle, a cierta altura lo vimos. Y entonces todos nos quedamos un rato largo mirándolo, sin interrupciones, antes de sentarnos a esperar que dieran los tres episodios de El Llanero Solitario. La verdad es que no podíamos sacar la vista de él. Aún después, bajo el crepúsculo de luz que reflejaba la pantalla, la imagen opacada del afiche nos convocaba a intervalos casi regulares.
Se veía a una mujer en primer plano a la derecha. El resto estaba borroneado o descolorido. O quizás mi memoria, esa bruma caprichosamente acumulada, me impida descifrar algo más que lo categórico que contenía ese rectángulo de incitación. La mujer se mostraba en una situación provocativa y con el escote demasiado sincero. También insinuaba en exceso la raya interior que le formaban los senos y que se perdía en el centro de su cuerpo, en algún ignorado lugar que intuíamos definitivo. Faltaba una semana para que dieran la película.
Ese sábado del descubrimiento, a la noche, dieron una de Alan Ladd en technicolor. Las sillas se terminaron y varios se quedaron en el fondo mirando de parados. Los chicos después supimos que la mayoría no fue a ver al hombre del jopo rubio que mataba indios. Necesitaban saber si era cierto que había llegado el afiche de El Trueno entre las Hojas, y que el sábado siguiente darían la película.
En la misa de once del domingo el Padre Geremía se refirió largamente al pecado de mirar, y habló sin nombrarlos de los dueños del cine Unión y del concesionario del Club. Mi vieja lo comentó en el almuerzo familiar. La tía Blanca dijo que el Padre tenía razón, es un escándalo que Farnetti pase esa cinta con esa mujer desnuda, dijo ¿Será cierto que se ve tanto?, preguntó mi tío. ¿Ustedes terminaron de comer?, nos dijo mi viejo a los chicos. Pueden ir a la calle nomás. Qué raro, pensé, hoy no hay siesta.
La llegada al pueblo de la película fue el tema de toda la semana. El Petiso Giardello la vio en Rosario, le decía mi viejo a mi tío en el escritorio el lunes siguiente. Yo estaba haciendo los deberes en mi pieza y me había levantado para escuchar lo que hablaban. Se le ve todo, se baña desnuda en el río, completó. Desnuda no puede ser, dijo mi tío, tendrá una malla del color de la piel.
El martes en la escuela, mientras la señorita Elvira explicaba lo de la batalla de San Lorenzo, el Hormiga me pasó un papelito: Isabel Sarli, decía. A mí se me había borrado el nombre. O no me había fijado bien qué decía el afiche. En el recreo le contamos al Cachi lo que vimos en la matinée, a él la madre no lo había dejado ir. ¿Tanta teta tiene?, dijo el Cachi. No te imaginás, dijo el Hormiga, así, dijo, y se puso las manos sobre el pecho intentando que sus dedos, formando dos garras, crecieran de golpe.
El miércoles en el almuerzo mi viejo preguntó, ¿al final vamos a ir al cine el sábado? Mi vieja me miró y dijo, vos empezá ya con los deberes que después te agarra la noche y el pescado sin vender. Ella tenía una serie de refranes, como ése del pescado que yo no entendía, que los largaba en los momentos menos pensados. Y también en los demasiado pensados. Entonces preferí levantarme e irme a la pieza. Después salí por la ventana y me fui al Club a ver jugar a las cartas. Me senté detrás de la silla de don Pedro Arcauz. Me aburría, así que desde allí me puse a observar las mesas vecinas. Me llamó la atención que el mismo gesto que había hecho el Hormiga, las manos agarrotadas sobre el pecho, se repetía, a intervalos, en casi todas las mesas. El Enry Abatedaga estaba en una mesa contigua a la que yo estaba mirando. Yo lo tenía de frente. Josecito Giuliani anda preguntando en secreto si alguien tiene las llaves del cine, dijo el Enry. Se debe querer robar el afiche, le contestó el Gordo Camozzi entre las risotadas del resto. Al final me cansé de aburrirme y fui a buscar a los chicos para jugar. Antes de salir y cerrar la puerta escuché que alguien dijo, el sábado va a haber que venir a las cinco de la tarde para encontrar lugar.
¿Sabés lo que me dijo el Bubi Piñal?, dijo mi viejo. Que el Padre Geremía se va a presentar en la estación el sábado cuando llegue el tren y va a confiscar la película. Eso lo dijo el jueves a la noche. Sí, tiene que haber sido el jueves porque mi vieja escuchaba en la radio a Lolita Torres mientras tejía. Mi viejo leía La Nación cuando lo dijo, sin levantar la cabeza del diario. Yo estaba con los deberes, seguramente con las cuentas, mi punto flaco de siempre. Lo bien que haría el Padre, murmuró mi vieja después de dejar pasar un rato, como si hubiera intentado hablar de otra cosa. Y recién allí fue que él sacó los lentes del diario y la miró. No dijo nada. Me pareció que iba a hablar, pero al final desvió la mirada hacia mí y dijo, ¿A vos te falta mucho?, siempre haciendo los deberes a esta hora, cuándo será el día que te vayas a dormir temprano. Yo había suspendido las cuentas una vez más, llevaba un rato imaginando al cura saliendo a zancadas de la estación, la sotana al viento, abrazado a la película.
Y llegó el gran día. El siguiente sábado a la tarde en la matinée volvimos a ver el afiche. Todavía estaba allí, sobre la pared que daba a la calle. Parecía algo arrugado, algo roto en los bordes, en las puntas, pero ella todavía nos convocaba, todavía nos miraba desde ese lugar inalcanzable. Antes de entrar al cine, yo había tenido que volver a mi casa, me había olvidado las figuritas. Mis viejos tomaban mate y hablaban, los escuché antes de entrar. Vamos a tener que ir temprano, se va a llenar, decía él, le podríamos decir a Roberto y Elsa que nos guarden lugar. Sí, dijo mi vieja antes de que yo entrara, parece que vamos a estar todos.
A la noche tuvieron que traer sillas desde el bar y desde el comedor del Club. Dos horas antes el Bubi Piñal y la Celestina, previsores, hacían la cola con sus reposeras debajo del brazo. Había otros con sillas o sillones plegables. Con los chicos pasamos de largo, salimos al patio del Club y nos sumergimos en la negrura de la cancha de paleta. Cuando apagaron las luces y empezaron los Sucesos Argentinos, con mi primo, el Hormiga y el Cachi salimos por la puertita de alambre, cruzamos la cancha de básquet en puntas de pie y casi nos arrastramos hasta la pared del cine. En el hermetismo de la noche empezamos a revisar las puertas y ventanas para buscar una hendija. Al final encontramos una. Pero tuvimos que ver la película de a pedazos, a cada rato salía alguien al patio para ir al baño. No entendimos mucho, en un momento la mujer del afiche parecía que se quería bañar desnuda pero al final se arrepintió. Apenas alcanzó a sacarse alguna ropa cuando ya se estaba vistiendo de nuevo. Adentro muchos gritaban. Otros se reían.
Cuando mis viejos volvieron del cine, yo ya había salido corriendo del patio del Club y estaba acostado. Ni bien entraron, mi viejo dijo, tanto lío para esto, al final, una porquería. ¿Qué pensaste?, dijo mi vieja, lo que vos querías ver no lo pudieron ver ni en Buenos Aires. Lo que pasa es que se habló tanto, dijo él. Se habló tanto, lo interrumpió ella, hablaron tanto y no vieron nada, yo lo único que sé es que Armando Bo es muy bueno mozo. No vimos mucho pero igual se nota que ella..., dijo él. El resto de la frase no alcancé a escucharla porque bajó la voz. Después cerraron la puerta del dormitorio.
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