CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
Guillermo Colussi, in memoriam
Cuando estamos indemnes ante la vastedad abrasadora de la muerte quedamos anonadados y mudos, como atontados. Porque la dimensión o la conciencia de esa dimensión inabarcable que es la muerte, y más si esa muerte es reciente nos sume en una indefensión insoportable.
He venido a rendir el humilde, el sentido homenaje a un amigo y como una forma de conjurar esa pérdida realmente irreparable es que he tomado la decisión de hacer pública esta declaración de agradecimiento a la vida que me ha permitido compartir, como un privilegio único, su amistad que fue de lo más preciado que tuve en la vida.
Esa amistad que me acompañó un gran tramo de mi vida incluye aquel tiempo de altos sueños, que no se si fue mejor que otros, pero seguramente era un tiempo distinto. Porque era un tiempo de comunión, un tiempo de compartir, un tiempo de amor, por decirlo sin ambages.
Con él coincidí pronto en autores y lecturas, hicimos descubrimientos juntos y nos confiamos los primeros textos literarios que ambos con denodada pasión y tal vez inocencia juvenil, escribíamos.
Guillermo tuvo una virtud hoy escasa, por no decir que fue al único ser que conocí que la cultivara: percibir cuando el amigo estaba angustiado y poner el hombro porque era el que acompañaba firmemente en las malas con una actitud de desprendimiento que no detenía hasta apoyar, hasta que uno se levantara. Era el que siempre acompañaba. El que siempre estaba.
Tenía, caso único, una cálida lucidez como lo definió una alumna.
Era de todos nosotros el más joven, siempre fue el más reflexivo, el que definía una situación con una frase, con una figura acertada o con una ironía. Y siempre con una sonrisa. Nunca supe que agrediera a nadie, nunca le oí hablar mal de nadie. Fue uno de esos hombres llenos de piedad por la condición humana. Uno de esos hombres, necesarios, tan difíciles de encontrar hoy.
No diré nada que ustedes no sepan porque fue un maestro ejemplar. Un docente brillante, quedan los testimonios de los que fueron sus alumnos y entre los que por suerte me encontraba, sus compañeros de tarea. También fue un intelectual agudo e inteligente que no quiso ocupar lugares de expectación que muchos mediocres ocupaban.
Pero él fue algo más, fue aquel que enseñó incluso cuando uno no lo percibía que lo estaba haciendo, como son los maestros verdaderos.
Cuando dije más arriba que compartió conmigo y otros amigos un tiempo de amor me estaba refiriendo a aquella querida revista que editábamos con Alejandro Pidello, esa hermosa aventura de La Cachimba, que incluyó la edición de plaquetas y libros cuando Rosario carecía de canales de difusión para los jóvenes.
Luego vinieron los viajes por varios lugares del país donde se realizaban los llamados "Encuentros" que evitaba el tono festivo de las reuniones de poetas actuales y exponíamos y debatíamos ideas de cómo vivir en un mundo más justo.
También de aquel tiempo quiero rescatar los viajes iniciáticos a Paraná, para visitar a un hombre excepcional, uno de los más grandes poetas que dio nuestra lengua, y estoy hablando de Juan L. Ortiz. Maestro venerado por varias generaciones.
Uno de los alumnos de Guillermo me dijo hace poco con los ojos húmedos de lágrimas:
-Se nos ha ido un hombre que trasmitía paz a través de sus tranquilos ojos celestes.
Héctor Píccoli, otro amigo entrañable me comentó hace unos días:
Qué breve fue la vida del querido amigo. Qué breve.
Quise rescatar de las brasas de mi propia vida, un prístino recuerdo para el amigo que merece seguramente otra voz y otra palabra más elocuente.
Porque cuando un amigo muere, arrasa nuestro presente. Luego viene la construcción de su recuerdo y creo, que sobre todas las definiciones, las palabras que quieren dejarlo vivo ante nosotros, están las de su esposa, Silvana:
-Guillermo era un ser luminoso.
Nada más cierto.
La última vez que hablamos me dijo algo que su leve humor puesto en práctica por él en los comienzos de nuestra amistad y que era de tratarnos de usted para quitar solemnidad a las palabras.
-Usted coincidirá conmigo maestro que hay que volver siempre a los clásicos.
Estoy releyendo Ana Karenina.
Despido al amigo con estos versos de César Vallejo que él repetía:
"Hermano, hoy estoy en el poyo de la casa/ donde nos haces una falta sin fondo".
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