CONTRATAPA
› Por Javier Núñez
La memoria de mi infancia, o de mi primera infancia, vaya uno a saber por qué, es un campo sobre el que se abaten bancos de niebla densos e infranqueables, que en algunos puntos se diluyen y me dejan entrever siluetas o formas difusas y luego se encargan, otra vez, de cubrirlo todo hasta desaparecer. Como si de toda la película de esos años apenas hubieran sobrevivido un puñado de fotogramas dispersos, sin orden ni lógica, en alguno de los cajones que se amontonan en el desván de mis recuerdos.
Ahí está la cara y la figura enjuta de mi bisabuela materna aunque más que la cara es la pieza en la que pasó sus últimas horas y la sensación de encierro, el olor a enfermedad que había en ese cuarto en permanente penumbra; las grandes baldosas rojas del patio de mi primera casa, en ese rincón donde jugaba a los autitos con mi hermano y en el que luego se levantó una pieza para mi hermana más chica; la búsqueda del tesoro por un patio enorme, con higueras y limoneros y un paraíso de sombra generosa, hasta dar con una bicicleta que me habían regalado para reyes; el vestido rojo a lunares blancos que llevaba mi vieja el día en que nació mi hermana; las caídas contra el cordón cuando aprendía a andar en una bici que me quedaba grande; a mi hermano y a mí cantando en la parte trasera de un auto, volviendo de un viaje; la casa rodante que arrastrábamos en algunas vacaciones pero en la que nunca nos dejaban viajar aunque refunfuñáramos todo el camino desde el asiento trasero del auto; la entrada al camping de YPF en San Lorenzo; la interminable caída del pino el día en que se rompió la rama en la que estaba sentado; el olor a quemado el día en que a mi vieja se le prendió fuego el Fiat 600 y nos tuvimos que bajar y verlo arder curiosamente no recuerdo verlo arder: recuerdo el olor a quemado cuando íbamos dentro, y el esqueleto renegrido que quedó después cuando lo remolcaron hasta la casa: quizás ni siquiera lo vi, quizás asocio dos recuerdos diferentes, o simplemente me inventé el recuerdo del olor. Me gustaría recordar más cosas a mamá, sobre todo, a mamá cantando las canciones de María Elena Walsh que yo después les canté a mis hijos porque las sabía de memoria pero no puedo, sin embargo, evocar su voz cuando me las cantaba a mí o a mis hermanos aunque todavía la oiga cantándole a los nietos, pero no es mucho más lo que pueda mencionar: diapositivas dispersas, fragmentos de tiempo a los que ni siquiera les puedo asignar un orden cronológico preciso sin temor a equivocarme. Los huecos de la memoria generan una sensación confusa, incómoda, una perpetua ajenidad. No es fácil reconocerse cuando uno no puede armarse a sí mismo a lo largo del tiempo.
Hay un recuerdo, sin embargo, al que vuelvo con frecuencia. Una noche que no sé si fue a los diez, once años y a la que supongo que vuelvo porque me permite reconocer, en ese génesis, en esa noche iniciática, algunas claves del que fui después y el que soy ahora. O acaso no sea más que un recuerdo preservado a la fuerza, porque es el único que sobrevive en el que mi padre hace de padre cuando yo era chico, y todos los demás se esfumaron sin que sepa muy bien por qué.
No sé si porque era la primera vez que me quedaba solo a dormir en lo de mi viejo después del divorcio se había ido a vivir a un departamento cerca del parque Independencia, y entonces no estaban mis hermanos para charlar o jugar hasta caer dormidos o por qué, pero hubo una noche en que estaba en el departamento de él y no podía conciliar el sueño. Algo debo haber hecho o dicho porque entró a la habitación y se sentó al borde de la cama. Me preguntó por qué no me podía dormir y no tengo idea de lo que dije yo. Probablemente dije que dormir era aburrido, como dicen mis hijos cuando trato de convencerlos de que apaguen la luz, y él me contradijo: dormir nunca es aburrido porque es la puerta por la que salimos a soñar. Yo le dije que de acuerdo, que a veces había sueños que eran lindos pero que no siempre tenía de esos sueños, a veces ni siquiera tenía ninguno. Entonces probablemente para que lo dejara en paz y pudiera irse a dormir confiando en que yo me dejara envolver de a poco por el silencio de la noche hasta quedarme dormido sin esfuerzo y sin darme cuenta me hizo el mejor y el peor regalo que me hizo mi viejo en toda su vida: me regaló la persecución de los sueños. Me dijo que la mejor forma de conciliar el sueño era cerrar los ojos y pensar en lo que quería soñar. A vos, me preguntó, qué te gustaría soñar? Pensá en eso. Imaginateló. Cerrá los ojos, como si estuvieras soñando de verdad, e inventate el sueño. Sin darte cuenta, te vas a quedar dormido y vas a estar soñando con eso. Funciona?, le pregunté. Claro que funciona, mintió. Y se quedó un rato mirando cómo inventaba el sueño que quería tener esa noche.
Si hoy me sentara con él a recrear aquella situación, seguramente diferiría mucho cómo la cuente cada uno. Pero pongamos que fue así. Que más o menos eso es lo que me dijo: que uno podía forzar los sueños, inducirlos, convocarlos. Que si cerrás los ojos por las noches y pensás en algo que te gustaría soñar, la mente continuará por los mismos carriles cuando finalmente el sueño llegue. Pero no en forma abstracta, aunque no sé si esto me lo dijo él o se lo agregué yo a lo largo de esa noche y tantas más que le siguieron: no basta con pensar el concepto voy a soñar que juego en la primera de Ñúbel, creo que le dije esa primera vez sino que hay que imitar al sueño, simularlo, visualizarlo como si fuera una película: ahí estoy yo, soy un poco más grande, no mucho, adolescente, jugador de reserva de Newell`s, y media hora antes del partido viene el técnico de primera y me convoca de urgencia, parece que voy a ir al banco de relleno pero justo se lesiona el 9 apenas arranca el partido y el técnico me manda a la cancha con cara de andá y hacé lo que puedas, pibe; pero yo entro y clavo tres goles. No, momento, no me tengo que apresurar: los goles. Tengo que ver los goles, ver la elaboración de la jugada. Mejor vamos perdiendo dos a cero y con tres goles míos lo damos vuelta. Uno de volea, después de un centro desde la izquierda en una jugada que empezó el Tata Martino por el medio. Uno de chilena, el tercero, sobre la hora. Y uno gambeteando, después de pasar a tres o cuatro; no como el Diego en el Mundial porque el Diego es el Diego, pero sí dejo desparramados a tres o cuatro y al arquero le amago y se la toco a un costado.
Mi viejo, hay que decirlo, estaba equivocado o me vendió un buzón. Nunca pude soñar lo que pretendía. Gané, en cambio ya de más grande, sobre todo mis varias noches de insomnio, abstraído o atrapado por ese sueño que trataba de inventar, por ese deseo que quería convocar al final del día y que acababa por desvelarme. No te regalan un sueño, me hubiera dicho Cortázar, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para que se entretengan los sueños cada noche.
Pero gracias a mi viejo -o por culpa de él-, jugué el primera un montón de veces, fui el héroe de todas las chicas que me gustaron en la escuela al salvarlas de incendios, accidentes, secuestros o invasiones alienígenas (siempre, por supuesto, se enamoraban de mí cuando las salvaba, aunque muchas veces me dormía antes de llegar al final y hay chicas que me gustaron a las que nunca llegué a besar ni siquiera en mis sueños inventados) y entré en mundos que otros habían imaginado a los que siempre quise ir, entre tantas cosas que ahora no recuerdo o prefiero no contar.
Gracias a mi viejo -o por culpa de él-, sigo acostándome cada noche, cerrando los ojos, y armando en mi cabeza una especie de guion para sueños aunque sepa que es en vano porque después termino sin soñar nada o soñando cualquier cosa que se le ocurra a mi inconsciente menos lo que yo me proponía. Pero lo sigo intentando, noche tras noche, con la misma convicción de mis diez años.
Gracias a mi viejo -o por culpa de él-, se mantienen algunas formas de perseguir los sueños a la hora de dormir.
Incluso ahora, aunque unos sueños hayan cambiado tan poco y otros tanto, pero tanto.
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