CONTRATAPA
› Por Miriam Cairo
Ni bien pulso una palabra comienza la noche. A veces pienso que el marqués es un artefacto de mi imaginación, a veces no pienso eso ni lo otro.
Las apariciones del marqués son irreales, no así la aparición de la musa soledad montada en un pájaro con aletas de pez y ojos de crisantemo.
Que enero es el mes de los solitarios, el mes en que los amantes mórbidos se vuelven abstinentes.
Que enero es completamente lila, que el lila es completamente enero.
Que los pequeños blandos senos de la musa soledad son completamente azules.
Que del río surge un ángel completamente sordo y completamente bueno.
Que la noche junto al marqués es la misma noche sin el marqués pero con otras estrellas.
Que el marqués abre la puerta y entran los cantos ceremoniales, entran las muchachas doradas y los vampiros celestes.
Que la luna redonda y dura nos aplasta.
Que en enero el corazón se llena de arenas movedizas.
Que el marqués está loco de amor.
Que la musa soledad a través del ojo abre la luna bajo la noche.
Que en enero, apenas soplo una palabra, comienza la noche y el marqués abre a la musa soledad como un libro sin tapas.
Que el marqués es un primo lejano del marqués que tiene problemas en la cintura de tanto hacer trabajos domésticos y poco amor.
Que la musa soledad es un seudónimo de aquella mujer que tiene las manos cansadas de tanta faena y poco amor.
Ni bien llega enero los instantes del día se desperdician uno a uno, mil por vez, y el marqués enciende una llama bajo el asfalto para cocinar el puchero lleno de huesos bronceados en los balcones de los veraneantes que se quedan en la ciudad. Y mientras los turistas sin veraneo se hierven en el caldo, descubro que algo late, algo crece. Lo sospecho cárdeno, con un solo ojo. Lo presumo fuerte, blando, vibratorio.
Un perro vagabundo salta de la olla y desaparece. Poco antes del anochecer todos estamos hervidos. El marqués llama a la musa soledad. Tiene el teléfono en la mano derecha y el sexo en la mano izquierda.
Llega la musa con el vestido color lavanda y los pies de musa que no hacen ruido. El marqués tiene algo que decir que se dice sin palabras. Y la musa escucha lo que el marqués no dice mientras baja el cierre del vestido, largo hasta el abismo.
Tal vez no haya otra manera de decir ni otra manera de escuchar.
Que el interés de la musa por las fotografías obscenas es normal.
Que el ángel que surge del río no es completamente sordo ni completamente bueno.
Que el sentimentalismo del marqués no es el origen del problema.
Que el marqués abre la espalda de la musa con el filo de la lengua, separa los huesos con el filo de la lengua, perfora el corazón con el filo de la lengua, bebe como un colibrí los dos corazones de la musa con la punta de la lengua.
Que todo el distrito se estremece como un cráter.
Que la musa soledad arde como la llama de diem mil cirios
Que el marqués siente el impulso imperioso de desnudarse y correr por la plaza San Martín como si fuera el Parque Independencia.
Que a veces pienso que soy un artefacto de la imaginación del marqués o de la musa, pero qué importa si no existo?, qué importa si no tengo nada que ver con la vida real tal como la conozco?
Lo que me interesa de enero es que siempre llega esta criatura nocturna, depredadora, armada con el filo de la lengua y dice a la musa cosas que nadie más diría en mi presencia.
Yo pienso que esto se debe a por lo menos dos cuestiones: una, naturalmente la falta de palabras, y otra, no saber cómo decirlas.
Yo pienso que la musa soledad tiene un talento sublime para ser mujer con plenitud cuando la lengua del marqués la hiere.
Yo pienso que el marqués llega a altas horas de la noche del primer día del mes y con una manguera de bomberos barre con ácidos disolventes el exceso de gente en la ciudad. Y la ciudad se vuelve tolerable, cómplice, privilegio.
Ningún marqués es marqués salvo en la infinita ilimitación de su lengua. Ninguna musa es musa salvo en la infinita ilimitación se su palabra. Estos dos axiomas son el mismo axioma conmigo en el medio.
Que las letras han sido inventadas para que podamos conversar con los ausentes.
Que el texto escrito es una conversación volcada al papel para que el ausente pueda pronunciar las palabras a él destinadas.
Que el texto que escribo es mío pero cuando el ausente lo empieza a leer es suyo.
Que el marqués bebe a la musa como si fuera su alma.
Que la musa bebe de mí como si fuera una palabra.
Que para la plena comprensión del texto escrito no sólo se deben utilizar los ojos sino también el resto del cuerpo.
Que la musa se balancea con la cadencia de las frases.
Que el texto es incorpóreo e increado.
Que el marqués barre la ciudad con su ácido disolvente.
Que me vuelvo presente sólo cuando soy pronunciada.
Que cuando el lector lee despacio me comprende.
Que no puedo garantizarlo.
Que no hace falta.
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