Viernes, 10 de enero de 2014 | Hoy
Por Javier Chiabrando
Recién llegó el 2014 y ya quiero que sea 2015. Es que la incertidumbre de quién nos va a gobernar desde el año que viene y nos va a llevar a la prosperidad japonesa no me deja dormir. Se imaginan: inflación, desocupación y colesterol cero para todos, seguridad absoluta (los niveles de Finlandia; no del queso, del país), nada de corrupción (ni lo policías manguearan pizzas, ni los argentinos coimearán policías, evadirán impuestos ni se saltarán las reglas de tránsito), inserción internacional semejante a la de los EEUU, besos del FMI, de los fondos buitres, de la ONU; en fin, un país que merece habitarse. Capaz que con esos niveles los argentinos hasta dejamos de llorar y todo. Qué paraíso, señores.
Pero ahora estamos en 2014. Un año largo por delante nos espera. Y hay que convivir con la inseguridad, la inestabilidad, la inflación, tener un ministro marxista y no poderlo putear a Moreno que está en Roma, sentado a la derecha del padre, quiero decir del Papa. Yo, para paliar el tremendo momento (nada más que 28 millones de argentinos pudieron irse de vacaciones!; y los otros 12 millones, qué, la Pelopincho?), agarré un trabajito de verano: escribir una crónica para un diario español sobre qué es ser argentino. "Y nada de hablarme de Borges, de Maradona, ni de Gardel", me dijo el editor, "que de ésos ya estoy hasta la coronilla; y para colmo tienen a ese Messi de los cojones, háblame de la gente común, del precio del azúcar, de la receta local del gazpacho". El editor, evidente hincha del Real Madrid, siguió: "lo que yo quiero saber es cómo coño todavía están de pie con todas las noticias horribles que nosotros publicamos de Argentina día a día". Y para terminar me gritó: "Y no me vengas a refregar en la cara que tienen un papa y una reina". Cómo hablar de Argentina sin mencionar sus íconos, sus símbolos? Luego de meditar un rato, me fui al lugar donde podía reunir una postal del país: Mar del Plata. Y nada de playas con modelos de revista Gente. No. Me instalé entre los lobos marinos. "Querías Argentina", le mensajeé al editor, "acá tenés Argentina". Estaban todos: turistas, artistas, políticos de campaña, periodistas, deportistas, funcionarios y los correveidiles de siempre. O sea: Argentina.
Me disfracé de heladero para pasar desapercibido. Nadie me reconoció como el gran intelectual que disecciona al argentino en sus notas. Ni Binner me reconoció cuando me compró un helado de limón. Le pegó un mordiscón para que su cara tuviera gesto a algo al encarar a los futuros votantes. El hombre andaba de traje, con el saco en una mano, los mocasines en la otra, y el pantalón arremangado. No se le entendía mucho lo que decía por el chiflido del viento kirchnerista, pero no tenía gran importancia porque la gente no lo escuchaba, excepto uno que se acercó atento pero al fin se supo lo que quería: que trajera a la Donda en malla. La arena kirchnerista parecía ensañarse con Binner y le castigaba los tobillos desnudos. Un mártir, vea.
Del Sel y Massa sonreían seductores. La arena kirchnerista les entraba en las sonrisas y los dientes les chirriaban como carrito de bolilleros viejos. Igual insistían en convencer a los turistas de que hay que cambiar las reglas del juego, las mismas que les permitían estar panza arriba rascándose y disfrutando del presente (asado, mate, cerveza, facturas, churros; una vida terrible; eso sí, se podía comprar en pesos). "No podemos esperar a mañana para hacer la revolución?", le gritó una piba que parecía haber nacido para estar en un almanaque. "El mañana está ahí nomás", dijo Massa y señaló simbólicamente el horizonte, justo cuando pasó caminando Moyano, al que algunos (por el sol de frente) confundieron con lobo marino extraviado.
De una combi bajó Macri al tiempo que se soltaban miles de globos amarillos que en las alturas competían con el insoportable sol kirchnerista. Los globos eran el sol, pero esponsoreado. Sol privatizado, por qué no. Macri contó que lo más importante de su vida había sido sacarse el bigote, que con la arena volando iba a estar haciendo señas como jugador de truco. Estaba con la ideología desatada; un libro abierto. Contó cómo le quedaba la malla a la vicejefa de gobierno y que Sturzenegger y Rodríguez Larreta se ponían protector solar en la pelada. Antes de irse prometió lo que le pedían: un sol que se podía apagar, agua calefaccionada, arena con gusto a vainilla, reposeras ergonómicas y el doble de lo que prometían los otros. Un insolente le preguntó por qué cada vez que había líos él estaba de vacaciones, y Macri contestó que su proyecto de país incluía que cada argentino viviera en el lugar donde vacaciona. Hasta yo aplaudí, vea, y eso que no lo entendí del todo.
El caso más curioso era el de un tipo de alpargatas y sombrero que parecía ido. Era un chacarero de la patria sojera que en una entrevista osó decir que le iba bien. Para qué, lo dejaron los amigos, la esposa, las amantes y los hijos. No lo perdonaron ni cuando les regaló una 4 x 4 a cada uno. El pobre (que era medio llorón y pesimista, pero no mentiroso), buscaba la manera de sufrir de verdad para volver a ser aceptado. Venía de Rosario buscando que lo mordiera una palometa del Paraná, pero había llegado tarde. (A las palometas se las comieron los que comían gatos; me sopló al oído una señora que parecía muy informada). El chacarero quería pisar un aguaviva para morirse de dolor y demostrar que por más que estuviera podrido en guita sufría como ellos; aguaviva no encontraba, y de errabundo pisaba las pastafrolas tamaño familia numerosa. Se ligaba unos retos tremendos. Pero le habían tomado cariño; al fin de cuentas era un argentino que sufría como todos; de puro ser argentino. A la noche dormía en una cosechadora con aire acondicionado, wifi, cama de agua y televisor HD, estacionada cerca del mar y que valía más que la escollera. De a ratos, con la espalda quemada y lejos de sus seres queridos, era feliz porque era infeliz.
Yo le iba mandando notas al editor gallego, y él respondía: "más vértigo, más vértigo". Así que me acerqué al grupo de radicales que repartía volantes y boinas blancas y que por error de logística sufragial decían "Bariloche, Votá Radicales". Las boinas eran de lana, pero los turistas se las ponían igual, solidarios con esos hombres que estaban allí hablando de un futuro no tan inmediato mientras podían haber estado perdiendo el tiempo en acciones de gobierno. A cada uno que se ponía la boina, yo le vendía un helado para comer y uno para ponerse arriba de la cabeza. No entendí si era para combatir el calor o las ideas revolucionarias que se les venían a la mente y daban vértigo ideológico.
A los grupos se sumaba gente y a la vez se iba, que massistas de acá para allá, que intendentes de boina de allá para acá, como si tejieran alianzas que duraban lo que una ola en una canasta. Hasta Patricia Bullrich estuvo y se fue, volvió y se volvió a volver. Carrió y Pino llegaron juntos pero se pusieron uno en cada rejunte, por si las moscas. De pronto los grupos comenzaron a insultarse. Estaban por irse a las manos cuando comenzó a oírse un mantra que decía "calma radicales, calma radicales". Algunos creyeron que eran los espíritus de los próceres radicales, también de vacaciones, pero era el agua que rozaba la arena en cada ola y generaba ese rumor. Con tanta paz, algunos se durmieron. Ricardito practico un discurso de cara al agua, como si pudiera ser oído en Africa. Y Cobos me compró un helado. "Qué esté frío", reclamó como si practicara su propositivismo.
Los despertó una scola do samba que venía por el lado de La Perla. Desafinaban un poco y eran demasiado blancas para ser do samba. Eran las chicas de la cacerola en actividades revolucionarias "Suplemento Verano". Se las veía lindas, para qué les voy a mentir. Con esas capelinas y esos pareos al tono con las cacerolas, eran un espectáculo. Cantaban: "París para todos", "Punta del Este en Miramar" y "No sé a quién votar pero al menos sé bailar". Cerraba la scola una señora excedida en Mantecol y acompañada por su mucama batiendo cacerolas. Pedía "el fin de las divisiones". De tanto en tanto, la gordita acicateaba a la mucama para que le dé más fuerte a la cacerola que oficiaba de pandeiro. Yo, con mi conciencia social de trabajador (por ser heladero) que tenía desde hacía unos días, me acerqué y le dije si el fin de las divisiones no podía comenzar con ella tratando mejor a la mucama. "Ella no cuenta porque es paraguaya", me contestó y me invitó con migas de Mantecol.
A la tardecita hubo una ceremonia al lado del agua. Pensé que eran Hare Krishna o un rito a Babalao, pero no, eran los muchachos peronistas que le rezaban a San Perón para les diga si tenían que irse, quedarse, aliarse, venderse y si podían traicionar al menos una vez al año. Cuando el sol tocó el agua un rayo de color rojo araño el cielo y dibujó una especie de balcón celestial. Todos lo leyeron como señal. Leyeron lo que se les cantó las pelotas. Dijeron al unísono: "ajá!", y se fueron, cada uno por su lado, convencidos de que San Perón los había autorizado a irse, a quedarse, a aliarse, a venderse y a traicionar al menos una vez al año. Algunos cantaban la marchita mientras se tocaban el huevo izquierdo con la mano derecha. Del mar llegó una risa de burla; era otra vez el agua rozando la arena, cambiante como el humor patrio.
La playa se fue vaciando. Yo estaba agotado. Argentina agota. Fascina y agota. Porque el heladero es, durante el verano, como el peluquero durante el año; y está obligado a escuchar a todos y a cada uno, con sus manías, miserias y bondades. De darle bola a todos, en la misma playa Argentina parecía ser el peor y el mejor lugar del mundo. El más ingrato y el más generoso. El más amado y el más odiado. La incomprendida. El lugar del que hay que huir. El lugar que hay que preservar. El cielo. El infierno. Imposible definir eso. Eso le dije a mi editor español en un msm: "Imposible definir Argentina. Stop. Buscate otro. Stop. Contratá a Vargas Llosa sabe más que yo de mi país. Stop. Y yo hago más plata vendiendo helados, sobre todo ahora que inventé el helado de gazpacho".
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