Viernes, 17 de enero de 2014 | Hoy
Por Javier Núñez
En la cubierta corre un viento fuerte que desbarata el abrazo cálido del sol y le arremolina el pelo suelto. Aunque es temprano, en el puente que lleva al buffet suena una música brasilera y un grupo de quince o veinte personas siguen los pasos de baile del animador, que los alienta a través de un micrófono en un español algo atravesado. A ella le cuesta entender por qué hay gente que disfruta imitando pasos de baile durante todo el día: a la mañana, después del desayuno; a la tarde en la pileta; a la noche en el salón de baile de uno de los puentes inferiores. Nunca le gustaron demasiado los cruceros -la idea fue de él: siempre las ideas fueron de él, salvo lo de separarse y también lo de volver a intentarlo ahora, tres años después, las únicas dos decisiones que debe haber tomado ella en todo este tiempo que llevan juntos- pero la gente que baila veinticuatro horas copiando los pasitos de los animadores le resulta directamente incomprensible.
A los costados de la pileta central se despliegan innumerables reposeras en las que hombres y mujeres se echan al sol como lagartos, empapados en lociones y cremas solares que les dibujan una fina y lustrosa capa sobre la piel. La mujer sortea las reposeras y las mesas del deck abierto que preceden al comedor, y se mete de lleno en el bullicio permanente de voces y cubiertos. El salón del buffet es enorme, con dos alas pobladas de mesas que siempre están ocupadas porque hay comida a toda hora. La mujer avanza entre las mesas y lo encuentra pronto, sentado solo en una de las mesas junto a las ventanas fijas por las que no se ve otra cosa que no sea la inmensidad del mar. Mañana llegarán a Angra dos Reis; verán los morros forrados de verde y los veleros y lanchas amontonándose en las playas, pero hoy es día de navegación y todo lo que se ve por la ventana o al asomarse por la borda es un mar de un azul inaudito que parece interminable.
-No me esperaste.
El hombre bebe su segunda taza de café. Sobre la mesa hay un plato sucio con restos de tostadas, tocino, huevos revueltos. Siempre se sirve de más, como si no tomara conciencia de lo que es capaz de tragar.
-No sabía si te ibas a levantar. Anoche volviste tarde.
-Estuve en el casino. Y después en el puente tres; había una banda que tocaba música italiana.
-Un embole.
-A mí me gustó.
La mujer deja el bolso playero con un libro, los lentes, el protector solar y los cigarrillos sobre la silla. Dice que va a buscar el desayuno. Él le pregunta si los chicos todavía duermen y ella, antes de alejarse, dice que sí. Después se para en la cola, detrás de un viejo de sombrero blanco, y avanza entre las fuentes seleccionando algunas frutas, pan tostado, queso crema, mermelada y un bol pequeño con tres tipos de cereales diferentes. Por el pasillo pasa un negro de piel lustrosa, enfundado en la chomba amarilla que distingue a los mozos del bar de popa. Brasilero, piensa. La mujer le mira la placa de identificación que lleva prendida al pecho, tratando de identificar la pequeña bandera para confirmar la nacionalidad. Le gusta suponer la nacionalidad de la gente que trabaja en el barco y después confirmarla -o desmentirla- en sus placas de identificación, para ir armando un mapa mental. Los mozos y animadores suelen ser brasileros. Los oficiales, con sus impecables uniformes blancos, italianos. Los de la tripulación que casi no se ve -los que trabajan encerrados en los puentes inferiores y máquinas-, malayos. Los cocineros y el personal de limpieza del buffet y las cabinas, indonesios y tailandeses. Los mozos del restaurante son hindúes y ni siquiera hablan bien el inglés. Ella tampoco, y a veces se entienden por señas o insistencia.
Cuando ella vuelve a la mesa él mira por la ventana. La mujer empieza a comer los cereales en silencio. Piensa en lo mismo de los últimos días. Cuánto hace ya? No está segura. Cuatro días, o cinco. Si hubiera una farmacia se sacaría la duda. Cuando bajen en Brasil. Cuando bajen va a ir a una farmacia y listo. Mejor saber de una vez, aunque después se pase llorando el resto de las vacaciones.
En la mesa de al lado hay un matrimonio mayor. La mujer, que debe andar por los ochenta, le acerca a su marido un plato con rodajas de frutas frescas y un pedazo de torta de chocolate. Él dice que quería medialunas y ella contesta que no había. Fijate bien, insiste él, y aparta el plato. La vieja se va murmurando algo por lo bajo.
-Te estuve esperando -dice él, y la arranca de sus pensamientos-. Leí un rato y al final me quedé dormido.
Ella no contesta. Te estuve esperando significa que anoche tenía ganas de coger. Lo sabe. Por eso, tal vez, elige perderse en el barco y volver a la cabina cuando él ya está durmiendo. No tiene ganas. Menos ahora. Su madre, sus amigas, le habían dicho que volver con él era una decisión equivocada. No les hizo caso: necesitaba intentarlo otra vez, no darse por vencida, no claudicar. No estaba acostumbrada a las renuncias. Creía que podía hacer que funcionara. Lo creyó, al menos, durante los primeros tres meses. Y si después aceptó esta idea del crucero fue porque creyó que eso podía unirlos, acercarlos más, limar asperezas. No estaba funcionando: no había hacia dónde escapar, y los desencuentros y diferencias se acababan potenciando. Y encima esto. Necesita una farmacia ya mismo, saberlo de una vez.
El hombre le propone salir a cubierta para fumar. Ella dice que mejor se va a caminar un rato, que después lo busca. Él parece a punto de decir algo, pero al final agarra sus lentes y sale por la puerta que lleva al bar de popa. Ella se cuelga el bolso al hombro y sale para el otro lado. Trescientos metros. Eso decía el folleto cuando contrataron el viaje. Trescientos metros de eslora. Es toda la distancia que puede poner con él, y la pone. Se acoda en la baranda de estribor, cerca de la proa, enciende un cigarrillo y mira el mar. Hay algo hipnótico en el mar, en la espuma que bordea la parte inferior del barco, que salpica desde el casco de la nave cuando la proa rompe las olas y forma unas ondas blancas y espumosas que se van abriendo hasta hacerse cada vez más tenues y fundirse con el azul terso que se extiende hasta el horizonte. Se pregunta, ahora, cuánto tendrá de alto. Son once puentes. Hay edificios más chicos. Después vuelve a pensar en los trescientos metros. Cuando lo leyó le pareció una locura. Trató de imaginar el barco y supo que igual se quedaba corta, que después cuando estuviese abajo, a punto de abordar, no podría evitar el asombro. Y ahora trescientos metros le parecen tan poco, tan nada. Tan insuficientes para poner distancia y no verlo y no tener siquiera que expresarle la duda o la sospecha cuando todavía no sabe si será capaz.
En la cubierta corre un viento fuerte que se lleva un poco la música, las risas, la voz del animador que invita a todos a bailar.
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