CONTRATAPA
› Por Sonia Catela
I.Esa corta melena rubia
Ella perdió cinco hebras rojas, largas como un hombre enano, de su corta melena rubia. Después de examinarse al derecho y al revés su cabellera, y hallarla clara compacta y homogénea, no le dio importancia. Tampoco cuando los cinco filamentos colorinches se hicieron quince o diez. Sucedía al peinarse cada mañana. Desdeñosa, doblaba los dedos opuestos al pulgar, y se sacudía esos cabellos invasores del hombro. Los arrojaba a la atmósfera, a todo lo que no es uno. Al traerle el cuñado la gran novedad de una reproducción exacta de su fisonomía, en la pintura de ignota pelirroja del siglo XV, se dijo varias cosas. Que Dios se copia como un colegial poco aplicado. Calca. Que si el tiempo es una y otra vuelta en la noria de un campesino sin imaginación, limitado a reiterar las gentes y los sucesos en un círculo sin fin, dentro de quinientos años, una mujer de pelambre larga, viscosa y color vino, perdería frente al espejo, unos cuantos cabellos cortísimos claros, casi dorados, cada mañana. Sin otra memoria que las uniera, sin otra vinculación más allá de unos mezquinos residuos capilares. Y hasta podría toparse, a la vuelta de cualquier curiosidad, con un retrato que le testificara esa suerte de resurrecta inquietud. Desde ese día, o cualquier otro, dejó de prestar atención a lo que sus cuatro dedos barrían del hombro hacia el mundo, hacia lo que no es uno. Hacia todo lo que no es uno arriba, abajo, en bóveda, ciudades, túneles, fechas, adelante, atrás. Etc, etc.
II.Saer
Hace desde las seis que ando horadando este piso reseco sol de enero; empino la tercera botella de agua mineral hasta el fondo y la arrojo junto a las otras dos vacías. Hay que clavar un mástil ¡un mástil! en este hueco abierto entre los arbustos de una isla vacía, porque empiezan por el mástil de la escuela que prometen, e izarán la bandera e inaugurarán ceremonialmente algo que lucirá en los planos y presupuestos aunque nunca se convierta en materia. La banda de música de Rincón ejecutará el himno. Y habrá que verlo al intendente, llegando en lancha. O mismo en canoa, si se pone a tono. Nunca desembarcó una sola bolsa de pórtland en esta isla. Si aquí no vive nadie, más que los Lencina, que levantaron su cabaña con maderas. Pero ellos, los funcionarios, dicen: que es un punto neurálgico, que aquí pueden concentrarse equis pibes, que la época suena a Ilustración. Y a clavar el mástil. Me ofrecí como voluntario, por la vecinal, para que no saquen el pretexto de la indiferencia de la gente ante el proyecto; los otros dos miembros que prometieron empuñar la pala, se habrán tropezado con alguna rubia o copa en el camino. Hasta ahora desempolvé tierra, lombrices, una lata de sardinas herrumbrada, un envase de vino de etiqueta desvaída, pero esto que aparece entre los terrones arcillosos del pozo, es de diferente pelaje. Botella, pero no como la otra; trae tapón y lacre. La alzo hacia el sol, en el interior un papel prolijo, doblado, aclara el color del vidrio. No tengo manera de quitar el corcho, y decido no romper la botella. Según quién la haya enterrado y por qué, puede tener su importancia, como prueba, o testimonio. Eso: ¿Quién pudo enterrar una carta, tan hondo, como para que no se la encuentre en la perra vida?
Pero cómo no va a haber algún alambre en la orilla. Siempre se esconden como víboras y pican; éste pedazo, por ejemplo, servirá. Retiro el lacre del gollete, se deshace, pero no hace al caso, carecía de importancia, anónimo, sin sello o marca algunos. Pero el corcho se puede desintegrar si lo fuerzo con el alambre, ¿y si me arrepiento después? Dejo el pozo, dejo el mástil, y enfilo la canoa hacia mi casa, en la costa de Santa Fe. Hago girar la llave, saco unas telarañas de la chapa que indica: Juan Romero (Profesor de Literatura) y no "solterón" o algo más descriptivo. En la cocina lleno un vaso de vino, le agrego un chorro de soda helada. Y destapo la botella con mucho cuidado. Abro el papel. No es el mapa de un tesoro. Consta de una sola palabra, nítida: "Mensaje", escrita en letra de imprenta, a mano, con tinta negra. Más un par de firmas: Tomatis, Barco.
Y un largo cabello, de un castaño subido, que se enreda al papel y a mi índice. Frente a una mesa de mantel a cuadros rojos y blanco, el horizonte de mis ojos en la laguna Setúbal, metros más allá de mi ventana, sostengo la materia del papel y la sólida hebra de pelo oscuro que han dejado, en un cuento de Saer, dos personajes de ficción, plantando pistas y circunstancias para que algún incauto los hallase en la isla, alguien que desbarranca sin saber qué hacer, actuar, pensar con ellos.
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