CONTRATAPA
› Por Miguel Roig
No recuerdo si lo leí en un texto suyo, en una entrevista que le hicieron, o me lo contó ella, lo cierto es que alguna vez Angélica Gorodischer dijo o escribió que el único olor que no soportaba era el de la muerte. Lo que sí recuerdo es que me llamó la atención porque a mí me molestan casi todos los olores y me pareció curioso que ella singularizara ese, precisamente, que yo nunca había sentido. Pero siempre hay una primera vez. Fue la mañana de un sábado luminoso en Buenos Aires. Volvía de dar un paseo y al llegar a la esquina de casa un hedor dulce y agudo, un filo del aire que hería, me hizo retroceder, bajando el declive de la calle Azcuénaga para recuperar el aliento y comprender qué sucedía. Una anciana que vivía sola en un piso de la planta baja de nuestro edificio había muerto días atrás; el portero se dio cuenta de la situación, llamó a la policía y ésta hizo abrir el departamento. Las puertas de par en par del edificio esparcían el vapor de la muerte por toda la calle. Me fui y volví por la noche; aparentemente el aire ya estaba limpio pero yo seguí percibiendo ese olor hasta el día en el que dejé aquel condominio. Peor aún: cada vez que lo recuerdo, como ahora, vuelvo a sentirlo.
Llevo días pensando en la muerte.
Todo empezó, creo, leyendo una biografía de Virginia Woolf y con la imagen de su suicidio en las aguas del río Ouse. Concretamente, imaginándola a ella juntando las piedras que se puso en los bolsillos para ayudar a hundir su cuerpo. Esas piedras fueron su lápida circunstancial y la corriente fluvial escribió sobre ellas un epitafio certero. Por encima de la piel del río, el aire frío de la primavera inglesa flotaba impregnado de gramíneas y arrastrando un perfume vegetal que contradecía cualquier idea de la muerte.
El epitafio que te encuentras en la tumba de Yeats en Drumcliff, al norte de Irlanda, invita a desdeñar, quitar importancia a la vida y a la muerte, quizás relativizar a la primera para poder soportar la certeza del fin: Cast a cold eye/on life, on death/Horseman, pass by! (Lanza una fría mirada/a la vida, a la muerte./¡Jinete, sigue de largo!). La tumba está emplazada en la parte delantera de una pequeña iglesia anglicana donde el abuelo del poeta era párroco. Si no fuera por el templo que junto a la lectura del epitafio invitan a pensar un momento en la trascendencia, el bosque vecino a la parroquia, el tibio sol irlandés, el runrún del río y la fragancia de las nomeolvides desvían la atención hacia la plenitud. La piedra da cuenta de un nombre, unas fechas, acaso unas palabras, pero oculta al sujeto de la información. Es eso, datos que se desperdigan y desvanecen en un entorno que ayuda a la fuga como una voz en la radio que enumera los cuerpos sin vida de un accidente mientras los niños corren dando risotadas por la casa: ¿hacia donde va tu atención?
En Londres tengo un amigo que vive cerca de la estación ferroviaria de Stoke Newington, en el este de la ciudad, y cuando yo trabajaba allí largas temporadas lo visitaba a menudo. Paseábamos por el barrio y solíamos sentarnos a charlar bajo la sombra de un árbol junto a alguna tumba mucho más que centenaria del cementerio de Abney Park. Los monumentos funerarios enmohecidos y las lápidas inclinadas y erosionadas por el tiempo, al punto que se hace difícil leer las inscripciones, surgen entre una vegetación exuberante que se alimenta y multiplica en el perenne aire húmedo. El cementerio, habilitado al principio del siglo dieciocho, está enclavado en medio del barrio y funciona como un parque urbano lleno de gente que busca el frescor del atardecer. En aquellas tardes jamás la muerte cruzó mi pensamiento. Y menos el de mi amigo a quien le divertía descubrir y enseñarme tumbas legendarias como la del general William Booth, fundador del Ejercito de Salvación.
En aquellos años alquilaba una habitación en una casa en el norte de la ciudad, cerca del parque de Hampstead Heath y a pocas calles del cementerio Highgate. Allí está la tumba de Karl Marx y la mañana del primer día libre que tuve subí hasta el cementerio. Guardo una foto que me sacó un turista que, como yo, estaba asombrado frente a la cabeza de piedra gigante del filósofo; puede que el escultor haya pensado que el busto no hacía justicia al pensador y quiso ser literal en su expresión. La foto es en blanco y negro; yo estoy junto a la inmensa mole pétrea, sonriendo a la Historia, con pelo largo y tupida barba, mochila al hombro y sandalias franciscanas. Parezco un cónsul de Evo Morales. Tampoco veo la muerte en ese entorno. O sí: la de alguien que ya no soy.
La casualidad quiso que en esos días encontrara en una librería una edición venezolana, usada y ajada, del libro Lugar común la muerte de Tomás Eloy Martínez. Es una colección de textos breves que evocan los últimos días de SaintJohn Persé, Macedonio, Felisberto Hernández, entre otros, y de Juan Manuel de Rosas. La crónica sobre el exilio de Rosas en Inglaterra me permitió usar el libro como guía para visitar Southampton en busca de su tumba. La vieja ciudad inglesa que te esperas al llegar no está: la segunda guerra acabó con ella y los urbanistas levantaron algo rápido, práctico y, obviamente, feo. Según Martínez, no se sabe exactamente donde vivió Rosas, ya que sólo consta que su casa estaba al lado de la de un oficial inglés que hizo campaña en la India. El inglés habitaba en el número 5 de la calle Rockstone Place, lo que significa que Rosas habitó el 7 o el 3. El campo que arrendó en las afueras de la ciudad y en el que lo sorprendió la muerte, hoy es una urbanización. La iglesia de SaintJoseph donde se casó su hija, Manuelita, y le rezaron a él un responso también fue destruida en parte por los bombarderos alemanes y lo que ves dista bastante del original. Nada queda. Pero el punto álgido de la visita fue comprobar que los restos de Rosas ya no descansaban en Inglaterra. Hacía unos meses, me enteré ese día en Southampton, el gobierno argentino los había repatriado. Creo que nunca tuve una idea más certera de la muerte: ausencia absoluta. La consunción extrema.
La tumba de Juan Bautista Alberdi en el cementerio de Père Lachaise; la de Yeats; la de Borges, en Ginebra; la tumba vacía de Rosas. Las tumbas de los seres queridos. Los rastros que dejan los muertos: una libretita con apuntes de Perón, en el Museo Histórico; un manuscrito de Víctor Hugo, en su casa de la Place des Vosgues; el diván de Freud que se puede ver en su residencia londinense. Eso no es la muerte. Son representaciones de una presencia en el vacío que nos toca habitar.
La muerte es otra cosa y está en otra parte. Es ese hedor insoportable que quita el aire. El aliento de la finitud. El vaho de la historia sin H.
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