CONTRATAPA
› Por Miriam Cairo
El bar es profundo y de paredes gruesas. Su forma, la de una runa casi perfecta, hecho que no explica el precio del café, pero sí la necesidad de venir cada noche a runar palabras que no pueden transmitirse con los labios, ni con la punta de la lengua.
He traído conmigo los cuatro libros que me ha regalado Asterión antes de expulsarme del laberinto. El monstruo es así. Me suelta como si el primero de sus deberes consistiera en suprimir a mi alrededor toda clase de atadura.
A la hora de siempre entra la muchacha con su esplendor de siempre, desplegando el suspiro de las flores que ofrece mesa por mesa. Cada noche hace el mismo recorrido mecánico, con los mismos gestos mecánicos. Cada noche digo un no mecánico, pero hoy compro una rosa para Asterión y ella por primera vez me sonríe.
Basta un gesto para cambiar el curso de los acontecimientos. Ante la inesperada compra, la inesperada sonrisa.
No sé por qué razón o hechizo dejo mi silencio de runa a un lado y la invito a comer. Ella deja el canasto de flores a un lado y acepta.
Nos reímos.
Me pregunta para quién es la rosa.
Para un monstruo, le digo.
Ella vuelve a reír. Y yo también.
Es un poco raro lo que hacemos pero lo hacemos con total naturalidad porque nos conocemos. En apariencia sólo puedo atestiguar de ella su voz de decir, "rosas?" y ella, mi voz de decir, "no", pero al parecer, el rito, tantas veces repetido, nos ha hecho formar parte de algo tenue y sólido, como el perfume de las flores que la preceden o el runar de las palabras que no puedo transmitir con la punta de la lengua.
Al pedido lo hago yo, por una cuestión de presupuesto. Se lo advierto y se vuelve a reír. Quién hubiera dicho que la muchacha de las flores sonriera. No tiene preferencia, lo que yo elija estará bien, pero quiere tomar cerveza. Obviamente eso nos lleva a la pizza.
Mientras esperamos toma uno de los libros y me pregunta qué es un confabulario. Lee con dificultad y vuelve a reírse. Mi explicación también le causa gracia.
La mesera toma el pedido y le sonríe a la muchacha de las flores. El universo hoy muta a sonrisa. Pienso que cuando le cuente este acontecimiento a Asterión él también sonreirá y dirá algo sobre un clavo más sobre ataúd del universo cartesiano y esas cosas difíciles con las que le gusta poetizar. Todo me remite al monstruo por estos días.
Romina es su nombre.
De ahora en más, cuando ella entre en el bar, ya no será la muchacha de las flores, sino Romina, y eventualmente tomaremos algo, o nos preguntaremos cómo estamos, o simplemente nos saludaremos desde lejos porque estamos apuradas. Y cuando nos crucemos en la calle levantaremos la mano para saludarnos y si por casualidad subimos al mismo colectivo, yo le ayudaré con su canasto o bien ella a mí con los libros. Estoy segura de que a partir de ahora, Asterión querrá venir conmigo al bar, como si el primero de sus deberes consistiera en suprimir a su alrededor toda especie de sombra.
Romina dice que nunca le habían gustado las flores hasta que una chica compró una y se la regaló.
De a ratos la noche parece ceder y se queda para siempre junto nosotras que no sabemos bien de qué hablar pero tomamos su ofrenda.
Vuelve a revisar los libros. Me pide que le lea algo. Escojo una página al azar: "Desde muy pronto advertí cosas atroces. La vida alimenta a los niños con puros venenos, como una nodriza criminal". Levanta el ceño. Aprieta los labios. Mira hacia la calle. Hago lo mismo. Visualizo a Asterión en instantáneas que se suceden. La noche no comienza por el principio, comienza por la mitad, comienza a cada instante y dura para siempre.
El tiempo es un clarinete en espiral.
Un violoncelo oscuro.
Romina da vueltas en su laberinto.
Dejamos de pensar y volvemos a mirarnos. Me pregunta si el monstruo está preso. Me hace sonreír. No, no, no, Asterión, aunque viva en su laberinto no está preso, sino a salvo. Es confuso lo que digo. Lo vuelvo a decir y es completamente azul. Lo vuelvo a decir y es completamente lejos.
Romina le da volumen a la noche y es la prueba misma de que la noche existe. Pero tiene que irse. Hay muchas flores por vender, todavía. Yo no lo puedo evitar, caigo en el lugar común que Asterión después me criticará: siento que con ella se va algo de mí.
Romina sale del bar y cierra la puerta, cierra la jaula de las palomas, cierra el cajón donde pastan las cigarras, cierra todo el pasado que se ha vuelto tan profundo como un sueño. Se pierde su figura a lo lejos. El motor de los autos hace el mismo ruido de la máquina de triturar el corazón humano para extraer de él una flor.
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