Martes, 25 de febrero de 2014 | Hoy
Por Candela Sialle
La recogía de la puerta del Liceo los jueves, a las dos de la tarde. Sin mediar más que un saludo formal, ya dentro del auto, ella se aflojaba los borceguíes hasta que se le desprendían de la carne. La operación a fuerza de costumbre estaba depurada. Alternaba entre un pie y el otro para empujar desde los talones sin involucrar las manos. Podía quitarse los zapatos del uniforme garantizando la imperturbabilidad de la postura sobre el asiento reclinable.
A lo largo de las primeras cincuenta cuadras, hasta liberarse de las postrimerías territoriales de la localidad que los había visto nacer, él hacía esfuerzos por concentrarse en el tránsito de la ruta y solo mirar de tanto en tanto, los empeines angulosos que ahora, ella ofrecía como un ave enferma.
Arribando al kilómetro 340, el ritual inmune al desgaste de un final previsible se completaba con la parada para cargar combustible. En ese páramo de pueblo exiguo, abundante solo en tilos, detenían el coche para prestar atención a los orificios. Tanque, nariz, boca, lagrimales, todo era rasado por la impaciencia del deseo.
Durante seis años pasaron la noche del jueves, y las mañanas de los viernes, encerrados en la Hostería de Marisa, una cincuentona rebelde a los avatares del tiempo, presta a exhibir cada semana en composé, uñas y párpados coloreadas con esmaltes perlados. Los dormitorios del albergue eran estridentes como su dueña pero francos, limpios.
En esas habitaciones lloraron la muerte de la madre de él y el fatal accidente moto ciclístico del hermano de ella. Por aquellos días, ella paso de Alférez de la reserva a Teniente de la Fuerza Aérea y él, de vendedor astuto, a jubilado anticipado por una insuficiencia cardíaca.
Entiendo que los había unido cierta destreza en común para preservar el asombro. Aunque, no sería de influencia menor el contexto de 18 por ciento de desocupación argentina. En sus primeros encuentros hacia 1998, se decía en el barrio que de Roldán a Cañada de Gómez cinco de cada cuatro jóvenes estaba desempleado. ¿Como iría de seducirla la desesperación de esos veinteañeros desayunados a la vida con orín de geronte justicialista? Si su generación estaba enmohecida antes de ser degustada debía arrojársela lejos para impedir que los gusanos avancen sobre nuevos brotes. Ella se merecía esperar, también comprar.
Por ello, se alistó en el Liceo cuando hubo de terminar el secundario. La Fuerza Aérea le otorgaba salario y borceguís arratonados para esquivar la bosta equina en el rancho de su padre. Por ello, eligió un hombre con el doble de sus años y la mitad de sus terrores.
Hay mañanas donde la desesperación es mía y entonces la busco en las aulas, en la clase de historia o geografía. Quiero alertarla, explicarle que ser joven no es tan malo, que no se apure en desechar las invitaciones de los amigos de su hermano porque la cardiopatía es una dolencia crónica y más temprano que tarde los hombres que la padecen retornan al cuidado del regazo matrimonial donde solo la muerte separa. Hay mañanas donde quiero salvarla. Obligarla a olvidar que el jueves él va a envolverle los tobillos con la lengua.
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