Viernes, 28 de febrero de 2014 | Hoy
Por Javier Núñez
Casitas es un pueblo que alguna vez fue de pescadores y después supo explotar las playas para el turismo interno. Está en el Municipio de Tecolutla, estado de Veracruz, y tiene poco más de 600 casas. En menos de un kilómetro de ruta se agolpan varios hoteles y restoranes con mesas de plástico y manteles de hule que ofrecen comida corrida. La playa, a dos cuadras de la ruta, está poblada de palapas y barcitos donde sentarse a tomar un trago o una cerveza. Llego a última hora de la tarde en una brevísima escapada entre actividades que ya tengo acordadas y me alojo en el único hotel que acepta tarjetas de crédito. Hay una pileta en la que se bañan tres gringas que se sienten en la casa de Gran Hermano, toman cerveza en lata y se ríen a carcajadas. Una de ellas -rubia, amplia y rubicunda- hace la vertical bajo el agua y trata de sostener la lata de Tecate entre los pies. Las otras se ríen a carcajadas y le sacan fotos con los celulares. La gorda no lo logra, pero una de sus amigas grita "awesome" cuando mantiene la lata por tres milésimas de segundo sin que se caiga, salpicando cerveza en la pileta a pesar del cartel que cuelga en la pared y señala que está prohibido meterse a la pileta "con ropa o en estado de ebriedad".
Al día siguiente amanece lloviendo. Decido ir a dar una vuelta por la playa, con lluvia y todo, para hacer algunas fotos. El mar subió bastante: todos los bares están cerrados, las olas lamen las palapas y el viento sacude las hamacas colgantes. Camino un poco por la playa, hasta un caserón enorme al borde de una barranca contra la que rompen las olas del mar. En el camino hay tres o cuatro casas humildes con troncos y sogas delimitando la propiedad. En días normales estarían cerca del mar y entre las sogas y el mar habría playa: hoy unas olas rabiosas se les meten casi hasta la puerta. En una de las casas, un tipo apila bolsas de arena ayudado por sus hijos. Me estremece pensar que el mar pueda seguir creciendo. Pero el tipo se encoge de hombros y me dice que no va a pasar nada.
Refugiado bajo el techo de palmas secas de una palapa saco algunas fotos del mar embravecido. Un hombre se me acerca a pedir un cigarrillo. Tiene la cara acuchillada por décadas de sol y el aire del mar, la piel oscurecida y agrietada, la dentadura incompleta. Nos quedamos conversando un rato y un par de cigarrillos más. Se llama Alejandro. Supo ser pescador pero desde hace dos años lava autos y hace changas porque ya no vale la pena salir al mar: uno pierde más de lo que gana.
-Veinte años atrás -cuenta- sacábamos toneladas de pescados que después quedaban ahí, desperdiciados. Se llevaban nomás lo mejorcito, lo que se vendía a mejor precio: el resto quedaba ahí a pudrirse. No supimos cuidarlo. No como los gringos, que allá respetaron siempre y si sacaban algo chico iba de nuevo al agua. Acá no supimos cuidarlo.
Me muestra tres dedos curtidos y gruesos como cabos.
-La red reglamentaria tiene agujeros de este tamaño, pero sólo se cumple en la costa. ¿Cómo van a sacar sino los camarones? Y los camarones son lo que más se vende. Pero lo de la manjúa, lo de la manjúa es la gran chingada.
La manjúa es la forma en que se denomina a la cría de una gran variedad de peces, que en épocas de frío se mueve muy cerca de la superficie facilitando el trabajo de los pescadores. Alejandro levanta del piso una hoja diminuta, del tamaño del broche de un cierre, y me invita a imaginar cuánto hay que sacar para hacer un kilo de manjúa. Y se sacaban como 30 kilos, dice.
-Eso y la pesca furtiva del bobo cuando baja a desovar, son las grandes chingadas que ahora nos tienen así.
El bobo es un pez de agua dulce que viene a desovar con los primeros fríos, a finales de octubre o principios de noviembre. Está considerado como uno de los más sabrosos de toda la región y, desde hace un tiempo, en peligro de extinción. A pesar de las prohibiciones, es común que se tiendan redes de lado a lado del río Bobos y se capture a las hembras antes de que completen el ciclo de reproducción. El kilo de pez bobo con hueva ronda los 280 pesos mexicanos, algo que está muy por encima del kilo de acamaya, róbalo o camarón.
-Por lo que más vale es por la hueva, con la que se hace un caldo delicioso -dice, mientras parece relamerse pensando en el caldo que, probablemente, hace mucho que no prueba.
El sabor de la hueva fresca, cocida con trozos del mismo pez en un caldo, hace que el guiso al que hace referencia sea inigualable. Treinta o cuarenta años atrás, cuando los ríos y mares -en época de desove- estaban plagados de esta especie, el pez bobo se pescaba con redes de 40 o 50 metros que sacaban cantidades increíbles. Una sola lancha podía sacar cien o ciento cincuenta peces. Después, como no había refrigeradores y el pez bobo reemplazaba al bacalao que venía de importación, se secaba al sol y se salaba para conservarlo: el pez, cortado en trozos; las huevas aplastadas. Se envolvían en hojas de pimienta y se guardaban en latas selladas con cera. Treinta o cuarenta años atrás. Pero hoy, entre la pesca indiscriminada de la manjúa y la pesca furtiva antes del desove, el bobo está en peligro de extinción. Hoy la pesca de la manjúa está vedada todo el año y las penas por incumplir esta prohibición son severas: de acuerdo con el código penal federal, van de uno a nueve años de prisión además de una multa de entre 300 a 3 mil salarios mínimos.
-La Marina a veces venía y corría montonadas de cabrones que estaban de pesca, pero nunca alcanzaba a agarrarlos a todos.
Alejandro termina el segundo cigarrillo. Es un día ventoso, frío, con lluvia. Un norte inesperado trajo este clima. Me dice que nadie se lo esperaba en esta época, que no sé dónde nevó, que va a durar tres días. Lo dice con pesar. Tres días malos para todos: para la pesca suspendida, para los que viven del turismo que no está.
-Y esto -señala las palapas de la playa donde hasta ayer se sentaban todos a tomar cerveza, pilotes clavados en la arena con techos de paja-, esto se lo lleva todo la marejada y lo tienen que volver a poner.
El agua va a llegar hasta acá, me dice haciendo referencia al lugar donde estamos hablando, y me cuenta de las casas de fin de semana que la gente de dinero de la capital se hacía cerca del mar y después el mar se las llevaba enteras. Yo pienso en el hombre de las bolsas de arena. Me vuelvo a estremecer.
-Es lindo el mar, uno no se cansa nunca de mirarlo. Pero también es impredecible.
Pienso que estas fotos que tomé, sin saberlo, quizás muestran algo que mañana no estará, arrastrado por el mar; y que luego volverá a su sitio, levantado otra vez por las manos insistentes, tenaces, espartanas, de hombres que tienen esa relación tan conflictiva de amor y duelo con el mar.
No lo sabré. Mi paso por Casitas es fugaz.
Como las cosas enclavadas a la orilla del mar.
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