Mié 05.07.2006
rosario

CONTRATAPA

El día que el Panza levantó una mina

› Por Federico Tinivella

El Panza miró a ambos lados de la calle, rascose luego su cabellera poco poblada, ya que tenía caspa producto del estrés y cruzó. No venía nadie, a ambos lados nadie venía, sí en dirección contraria y a paso apresurado una dama entreverada en quién sabe que pensamiento. La tarde se cuajaba árida y cálida como cualquier tarde de enero, en que podemos ver producto del calor una bruma brillante sobre el pavimento, como en esas películas de carretera que siempre terminan mal. La mujer ataviada, no lleva nada, pero pareciera como si sus brazos y su cuerpo cargaran algo, esto lo refleja su cara. La mujer da unos pasos más a gran velocidad y cuando cruza al Panza se desploma sin mediar una exclamación o un gesto desesperado. Cae naturalmente en medio de una calle ardida. Dreuty se queda atónito y pensativo, se rasca nuevamente la cabeza, ahora con preocupación y mira a la mujer que desplomada y con los ojos abiertos le recuerda a su tía en una clase de yoga. El la acompañaba de niño y siempre reparaba en que su tía al contrario de las demás compañeras llevaba a cabo los ejercicios de relajación con los ojos abiertos. Esto lo sorprendía, no podía intervenir ya que su tía lo dejaba acompañarla con la condición de que imitara los movimientos de los otros sin hablar, cosa que el Panza cumplía al pie de la letra. Tampoco le comentaba su interpretación de las cosas en las charlas posteriores, que tenían lugar generalmente en el patio de la casa de la tía, bajo las luces de una parra que toda la vida diera uva chinche. Era un código secreto que Dreuty creía tener con su tía. Le ocurrió lo mismo de adolescente, para llegar al colegio debía tomar dos ómnibus, en la escala, mientras esperaba el siguiente, investigaba los movimientos de los otros, cómo vestían, su manera de caminar o de moverse, las miradas que cruzaban, su seguridad personal. Le gustaba también destacar mínimas posturas que se repetían. Al terminar la secundaria tenía un registro importante de esas personas, que ya casi conocía sin haber dialogado al menos una vez. Dreuty acostumbraba entonces a fotografiar sin cámara a sus compañeros de ruta, la mayoría de ellos obreros y estudiantes. Como en esa película llamada Cigarros, en la que el propietario del local toma una imagen de su negocio todas las mañanas. Ingenuos, podríamos pensar ¡qué aburrido, siempre la misma esquina!, sin embargo, él mismo lo explica en el film, descubre en ese gesto íntimo y minimal una vida, con sus protagonistas, su andar, sus rostros que cambian como las estaciones. Dreuty, al igual que en Cigarros, comienza a desnudar a sus personajes, en realidad a uno en particular. Llegaba a la parada con un delantal de médico sobre su brazo izquierdo, nunca lo quitaba de allí, y en el baiben de los ómnibus, que se sacuden a veces como los barcos en altamar, "el médico" de Dreuty se inclinaba sobre su presa. El Panza era el único que veía como una mano se escapaba bajo el delantal y sutilmente se inmiscuía en una cartera ajena, dejando ver un tatuaje que a Dreuty lo paralizaba, al igual que su tía. El Panza nunca abrió la boca, vio al ratero saquear infinidad de carteras durante su tercer año de secundaria, lo vio abrirlas cuando el ómnibus ya se alejaba y vio gritar a algunas de sus víctimas un tiempo después. Sin embargo, pensaba que no debía involucrarse, que debía dejar que las cosas se desarrollaran, que el no era quien para romper ese equilibrio, como entrar a una reserva e impedir que el león termine con la pobre cebra, tan buena que parece. Pero ahora sentía algo distinto, esa mujer con los ojos abiertos sobre el pavimento lo invitaba a cambiar de actitud, no solo por su belleza sino también porque Dreuty no iba a ningún lado, simplemente circulaba por la ciudad como un voyeur. El Panza se había visto en esa mujer, cuantas veces borracho se desplomó en lugares insólitos sin ser rescatado. Levantose muchas veces sudado en medio de Peatonal Córdoba con el sol como despertador. Una vez en la puerta de Casa Tía, desnudo y con un cartel en su pecho que rezaba "lavame sucio", ya que unos niños con él se habían divertido. La mujer, que llevaba dos trenzas amarillas igual a la soga de saltar que usaba Dreuty en el gimnasio de Travesía, vestía vaquero y musculosa verde teñida con anilina. Tendría más de treinta, tendría menos de cuarenta, su edad no era lo importante ahora. ¿Cómo proceder?, la mujer no parecía infeliz desplomada sobre esa calle hirviendo. La cacheteó, primero suavemente, después con más atrevimiento y viendo que nadie observaba la escena comenzó a darle con soltura hasta que la naríz le comenzó a sangrar. En ese instante, cuando las trenzas comenzaban a teñirse de un rojo intenso, la mujer se incorporó, como si despertara de un sueño grato. A esta altura el Panza no sabía si comportarse como un héroe o como un marido golpeador, más allá de que ninguna relación lo uniera a aquella mujer. Tomó unos instantes antes que ella pronunciara las primeras palabras, en realidad las primeras puteadas ¡qué hiciste estúpido!, la mujer empezó a notar la sangre que cubría su rostro y que se mezclaba ahora con la transpiración, ¡loco de mierda!, decía la mujer. Comenzó a salir gente de casas que antes parecían

deshabitadas. Una nube negra envolvió a Dreuty, que empezó a correr hacia cualquier parte, pensando que era mejor no romper el equilibrio, tan solo detenerse a observar como el tatuaje se deslizaba hacia la cartera.

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