CONTRATAPA
› Por Juan José Giani
Cuando un dirigente procura transmitir ínfulas de sabiduría y sensatez proclama la imperiosa necesidad de diseñar políticas de estado. Estrategias consensuadas, transversales a la identidad de cada sector, para abordar sin enceguecimientos de corto plazo y anteojeras ideológicas problemas graves de la nación.
Sabemos sin embargo que esa consigna tiene de mucho de apelación vacua, de pomposa moralina de circunstancia. Por tres razones. 1) Las diferentes perspectivas doctrinarias no son puro empecinamiento sino visiones legítimamente divergentes sobre qué hacer desde la gestión pública. 2) En cada gran tema del país dejan ver su aguerrido rostro intereses de clase y/o grupos que habitualmente colisionan a la hora en que hay que establecer el rumbo a seguir. 3) La idea bienintencionada de sustraer un asunto de la competencia electoral choca con la terquedad de un sistema de partidos en el cual suele primar el irreductible binarismo oficialismooposición.
Pero no permitamos que cunda el escepticismo. De hecho hace alrededor de dos años la Presidenta de la Nación emprendió ese solicitado y empinado camino a propósito del reordenamiento del Código Penal; en parte por lo delicado de la problemática, en parte para desdecir a todos aquellos que ven en la lógica del antagonismo que caracteriza al kirchnerismo un obstáculo para reparar duraderos padecimientos de la patria.
Pues bien, se convoca así a una Comisión plural presidida por un juez de la Corte Suprema de Justica (a la sazón el mejor penalista del país), teniendo presente que la norma vigente data de 1921 y ha sufrido un sinnúmero de reformas parciales que la distorsionaron completamente; siendo la más notoria de ellas el estropicio que ocasionó el llamado efecto Blumberg. Un endurecimiento de penas introducido al voleo y consumado al calor emocional de un crimen horrendo, y con la complacencia inexcusable de buena parte de la clase política.
El grupo hizo su trabajo, sentando a no dudarlo un precedente institucional loable y brindando sustento legislativo para una cuestión a todas luces espinosa. Hasta que apareció el diputado Sergio Massa quien, aprovechando que su fuerza no había participado de la Comisión y demostrando que es un político de avería lanza una serie de chicanas buscando agua para su molino.
Sin embargo, el rol más lamentable lo acaba de cumplir la Unión Cívica Radical, principal partido de la oposición y predicador persistente sobre las virtudes salvíficas de las "políticas de estado"; quién integró para dicha tarea a Ricardo Gil Laavedra, destacado jurista y ex presidente de bloque. Acaecida la irrupción crítica del Frente Renovador, anunció que si el proyecto (que por otra parte todavía no tiene estructura definitiva) arriba al Congreso ni siquiera va a concurrir a discutirlo en comisiones. Dieron pena.
Junto al PRO han esgrimido dos argumentos. Hay que colocar este debate por fuera de la contienda electoral (cuando para los próximos comicios falta un año y medio), y hay una sensibilidad social alterada por el drama de la inseguridad (como si no la hubiese habido cuando fue elaborado el dictamen).
Ahora bien, vayamos al fondo del asunto, a la lógica necia con la que el massismo impugna lo elaborado. Lógica necia y elemental que afirma que la propuesta aminora muchas penas y eso favorece a los delincuentes e incrementa la inseguridad. El dato es empíricamente falso (en 178 casos las penas suben y en 129 bajan, hay 85 nuevos delitos y sólo 14 desaparecen), lo que no debe llevar no obstante a embarullarnos en polemizar por un año más o menos de prisión; pues lo primero para una sana polémica es desactivar un supuesto indemostrable. Y ese supuesto es que existe una relación directa entre penalidades más estrictas y disminución del delito respectivo. Eso no lo confirma ninguna estadística comparada en el mundo, y si volvemos al caso Blumberg para nutrirnos de una referencia local, veremos que el resultado de aquel endurecimiento respecto de la transgresión perseguida fue igual a cero.
Pero además este supuesto desconoce cómo funciona la conciencia promedio de un delincuente eventual (que por empezar considera cuando emprende el acto que logrará evadir la acción punitiva de justicia). Implica imaginar que el sujeto razonará de la siguiente manera: "estaba organizando un secuestro extorsivo, pero ahora que aumentó el castigo mejor pongo un kiosco o robo un banco en el microcentro". El aparente poder disuasivo de una plexo legal impiadoso es a todas luces inverificable.
Supongamos entonces que el objetivo buscado es otro, en algún sentido el correcto, retirar temporariamente de la convivencia social a un individuo portador de peligrosidad evidente, propinarle un castigo ejemplificador a futuro y recluirlo en una prisión en la cual regenere su comportamiento y pueda reintegrarse a la vida colectiva. Si esto fuese así, es inconsistente pensar que lo relevante de una normativa sea la prolongación del confinamiento, debiéndose poner en cambio el hincapié tanto en la capacidad efectiva de atrapar al infractor como en la potencialidad del sistema penitenciario para cumplir con su declamada función de resocializar al convicto.
La inseguridad es un tema complejo, de origen pluricausal y abordaje multiagencial. No conviene por tanto dejarlo en manos de políticos poco serios con inquietantes aspiraciones presidenciales o en partidos que parecen ineptos para sostener sus convicciones en el marco de humores sociales a veces inhóspitos. La controversia no es por tanto entre dirigentes sensibles preocupados por las angustias cotidianas del hombre común y teóricos del garantismo desvelados prioritariamente por los derechos humanos de asesinos y violadores. Sino entre demagogos cuya pliego de lugares comunes ha demostrado palmariamente su ineficacia y responsables hombres de estado que exploran caminos para terminar con el flagelo de la inseguridad desde una perspectiva irrenunciablemente democrática.
*Partido del Frente Grande
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